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Mujeres trabajando
Autor: Yemba Bissyende
Técnica: Batik
Medidas: 40 cm x 1m 30 cm

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miércoles, 28 de octubre de 2020

Texto del escritor Pedro Linares

 Ella y los testigos

Por Pedro Linares Domínguez


—De modo que tienes una especial inclinación por los hombres que se visten a la antigua, como esos predicadores que tú dices.
Me encanta escucharte por las noches. La voz queda para no despertar a la joven que duerme a tu lado, las palabras cortas, casi reprimidas y el tono de broma retenido. Para ella continúo siendo el idolatrado hombre invisible. El que solo se puede percibir a través de los cambios de tus estados de ánimo. La dulce alegría de tomar el celular y hablar por largos espacios de tiempo, sonriendo o estallando en sonoras carcajadas según la broma o el chiste adecuado al momento o a la charla. No vayas a pensar que estoy pecando de pedante al autonombrarme «El idolatrado hombre invisible». En absoluto. No es más que una broma literaria —otra— inspirada en un cuento de Jorge Luís Borges*. Ojalá lo leyeras, para que por fin sepas de algo bueno. Pero dejemos al compadrito Borges en paz, y demos rienda suelta a la imaginación con el idolatrado hombre que te dije. Es un ser que está sin estar. Lo ves, lo sientes a cada paso, en cada letra que lees, en cada sueño que pasa, en las bromas, en el juego y en la música. Y también en el dolor. Pasas por una librería y te acuerdas de él. Caminas sobre un piso ajedrezado y vienen a tu mente las duras contiendas ajedrecísticas que nunca viste, pero que de alguna manera te han contado, lo ves hacer un despliegue de fuerzas por el ala de la dama, lanzar un fulgurante ataque sobre un monarca enrocado, o batiéndose en retirada en los límites del zeitnot, lo imaginas reagrupando sus piezas y salvando una partida perdida, jugando con precisión y rapidez, escuchas el compás de una guitarra y se hace presente con su voz dulzona y nasal, que a ti te parece maravillosa, pero que a él no le gusta ni tantito... Está en el teléfono, en estas líneas, en el internet, en el agua en el aire, el sol y el viento. Pero nadie lo ve. Ni siquiera tú. Por eso a menudo te enojas con él, con la vida, con el destino, con la distancia, con la posibilidad y la imposibilidad, y por más que lo quieras disimular andas molesta, inquieta, y él —que a todo esto es medio clarividente— se da cuenta desde las primeras líneas. «¡Brujo!», dices, pero bien sabes que no es brujería sino agudeza psicológica y discernimiento. Tantos años de tratar con personas, si eres proclive a ello, te despiertan habilidades casi extrasensoriales. De modo que te basta con advertir una mirada, o escuchar un cambio de tono en la voz, o leer una frase corta, limitada, y percibes que «la vida no marcha como debiera,» y suenan entonces las alarmas en tu interior. Entonces yo te digo, ten cuidado porque te voy a embrujar y tú respondes, no hace falta embrujada ya estoy, pero no por las malas artes de la hechicería sino por los efectos naturales de la feniletilamina, la llamada hormona del amor. Dicen los que saben que el enamoramiento podría deberse o iniciarse con este elemento, la feniletilamina, que provoca exaltación, alegría y euforia. Así, se considera la sustancia bioquímica “responsable del amor”, ya que cuando nos enamoramos o cuando estamos sobreexcitados, el cuerpo aumenta su producción, y es ahí cuando sientes las mentadas maripositas en el estómago, o te brinca el corazón ante el timbre de una llamada o un encuentro inesperado. Es por esta alegría, exaltación y euforia que cuando estamos enamorados somos tan felices. Y bueno, además de todo, tu especial cariño también está vinculado a un hecho histórico, diríamos que totalmente ajeno a nosotros, pero que por esas extrañas contingencias que tiene la vida ha venido a determinar tus gustos personales y tus inclinaciones amorosas.
—¿Por qué te atraen tanto los testigos de Jehová?
El hecho al que me refiero es la decisión que tomó un próspero economista (allá por 1879) que dispuso de su tiempo libre para dedicarse al estudio de la biblia: hablo de Charles Taze Russell, que un día como cualquier otro fundó una agrupación religiosa que en sus inicios se llamaba «Los estudiantes de la biblia». El efecto mariposa. Como es que el aleteo de una mariposa en Japón viene a provocar huracanes en El Caribe. Únicamente que en este caso el fenómeno fue a la inversa. Las profundas disquisiciones teológicas de un arrebatado líder de una nueva religión en el condado de Allegheny, Pensilvania, vinieron a provocar, mucho tiempo después, el tenue palpitar de mariposas en el estómago, de una dulce muchacha que hace tres años vino a trabajar como maestra en un pueblo de pescadores perdido en el litoral del Golfo de México.
—¿En serio tengo facha de testigo de Jehová?
Si te fijas bien, factores hay muchos. Un poco como lo que escribió Paulo Cohelo: el universo ha conspirado todo este tiempo.
Nada más que el día de hoy ese universo que ha sido tan propicio, ha conspirado para que no te escuche ni te vea (por lo menos en imágenes), ni pueda gastarte bromas ni hacerte reír y escucharte en sordina para no despertar a tu sobrina. Y no sé tú, pero yo me siento extraño sin las caricias de tu voz. Esa manera tan hermosa que tienes de decir «Sí», como aspirando los fonemas, con un «p» final, apenas perceptible, como una niña melosa. Dirás que cómo puedo percibir esos detalles tan finos. Pues así es. Mi mirada de ajedrecista me permite apreciar hasta los mínimos gestos y mohines, y cada uno de los matices de tu voz. Y todavía que te vengas a enojar porque en algún momento no te digo un par de palabras, cuando ese día de la videoconferencia me tuviste embelesado, más interesado en mirarte que en hablarte, y eso que estabas toda greñuda, y según tú ni te habías bañado. Pero a fin de cuentas, qué tiene de malo, si greñuda te conocí, así entraste por el pasillo de la escuela y así te instalaste en mi mundo de espejos y sueños de colores. En contra partida tú me confesaste que cuando me viste por vez primera te parecí insignificante. El tiempo y la vida pondrían las cosas en su justo lugar y al final tanto tú como yo terminamos tragándonos nuestras respectivas palabras. A lo mejor por eso, algunos años después, cuando me asaltaba el recuerdo de ti, sentía en el alma una mortal soledad, y aun cuando quería sonreír, terminaba por llorar —procura imaginar un acompañamiento de guitarras y la voz de Daniel Santos— en silencio pensando y soñando con un regreso imposible, añorando que me volvieras a querer, como antes lo hacías, ah, el inquieto anacobero. Porque todo se había ido a paseo, con todo y mis camisas de manga larga, los delirios de Russel y el sin fin de coincidencias que a través de los siglos se habían concatenado para que pudiéramos encontrarnos aquella mañana de fines de enero. Porque en lo que no pudimos coincidir fue en el tiempo. Después de todo, los tiempos no se sincronizaron y yo llegué antes a la cita y tú después. Como que al final, el divino ajedrez, tenía destinada jugadas diferentes, y tú la esquiva dama y yo el atolondrado rey habríamos de transitar por sendas opuestas, en alas diferentes del tablero. Y con todo —después de tantos años—, «no pudieron apartarte de mí las tempestades, ni las distancias agregaron tierra, al espacio de amor que conquistamos ».
Y por último, una pregunta que para mí es casi una duda existencial:
—¿Tú no eres testigo de Jehová, verdad?

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* Estoy hablando de «El impostor inverosímil, Tom Castro.» En una de las líneas del cuento, Borges se refiere a Roger Charles Tichborne como “el idolatrado hombre muerto”.

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