Las islas de Humberto Domingo
Por Pedro Linares
Desde niño he soñado con islas. «Soñado» es una manera de decirlo. Más bien «he imaginado». Todas mis historias, cuentos y relatos transcurren en alguna isla. Hasta cuando describo un lugar en tierra firme hay un lago o un río cerca, y en, el lago o el río, una isla. Tal ha sido la intensidad de mi imaginación que actualmente vivo en un lugar que es “casi una isla”. Las Palmas es una península que se adentra en el mar a través de una breve y delgada extensión de tierra que transcurre entre manglares y médanos hasta la pieza principal del pequeño territorio donde está el asentamiento. Prácticamente el lugar está rodeado de agua. El mar por un lado y el ancho río San Antón por el otro. El histórico río San Antón, en cuyas aguas estuvieron fondeadas las naves de don Juan de Grijalva allá por el año de 1518, como lo refiere Bernal Díaz del Castillo en su libro «La verdadera historia de la conquista de la Nueva España».
Hay quien habla del poder de la mente. Yo prefiero pensar en el poder de la imaginación. En un pasaje del libro «Ilusiones» de Richard Bach, Donald Shimoda dice a su discípulo: «Si tienes una imaginación del tamaño de una semilla de sésamo, todo será posible para ti». Más allá de la broma —porque eso es, o al menos así me parece—, a través de la imaginación he llegado a vivir hechos que de otra manera me hubieran resultado imposibles.
Empecemos con las islas.
En mi niñez leí una obra de Daniel Defoe basada según esto en las aventuras y desventuras de un marinero escocés llamado Alexander Selkirk. Estoy hablando naturalmente de Robinson Crusoe. No leí el libro propiamente dicho sino una historieta bellamente ilustrada basada en la obra del escritor inglés. De ahí nació mi afición por las islas creo yo. Despertaron mi imaginación las novelas de Julio Verne y de Emilio Salgari. De esta manera empecé a imaginar historias fantásticas.
Mi primera creación fue un mundo todo de agua salpicado de islas y archipiélagos. Ahí se desarrollaba una guerra entre dos potencias: los reinos de Anayagor y Capabín. A ese mundo virtual se llegaba a través de una especie de puerta tridimensional que desembocaba en una gruta en medio de una isla volcánica deshabitada. Hacía yo recorridos en medio de la espesura, nadaba en sus arroyos y bebía aguas de sus manantiales, y al final escalaba un promontorio. Desde ahí me dedicaba a mirar el ancho mar hasta que en alguna ocasión una embarcación —un velero— apareció en el horizonte y fui «rescatado»(1) . El resto de la historia se traduce en la descripción de las batallas navales y de los distintos lugares a donde aquel navío me llevó en su derrotero. Como historia infantil o juvenil no estaba del todo mal. La guardé durante muchos años hasta que a finales de los noventas Kevin Costner protagonizó un film que parecía tomado de mi cuento. Me parece que se llama «Mundo acuático». Es una fantasía sobre la supervivencia humana después del hipotético descongelamiento de los hielos polares. Yo no entiendo mucho de cine, pero me dicen que la película fue un fiasco con todo y que gastaron sumas millonarias para su puesta en marcha. Para mí lo fue más porque hizo que desechara la idea de escribir una historia parecida ambientada en un pasado remoto e imaginario. Y me cuenta la señorita Conti que anteriormente Mel Gibson había realizado una historia semejante. También fue una obra distópica con menos presupuesto y mayor éxito que el film de Kevin Costner.
Vinieron otros relatos de navegantes que viajaban a islas remotas. Ambienté algunos cuentos en la Atlántida y en un mundo luminoso en el centro de la tierra.
Más tarde imaginé otro escenario para mis relatos. Este nuevo mundo fue «La villa de la isla del lago». La primera historia que desarrolle en ese escenario fue «Pedro, Damián y Macario», donde Pedro era yo, por supuesto. Originalmente era un relato sencillo que hablaba de los jóvenes que vivían en La Villa del Lago y todos ellos giraban en torno a Carolina, la bella adolescente de la que todos estaban enamorados. Había aventuras y mucha fantasía. Recuerdo a un tal Lucas Ontiveros, el inventor, una especie de Ciro Peraloca, ridículo y fracasado, amigo de los jovenzuelos, que ponía de cabeza a la comunidad con sus frustrados inventos. La villa era apenas un pueblito pintoresco y en la isla no había casa alguna(2) Todos estos apuntes eran humorísticos, llenos de personajes graciosos y situaciones ridículas. De aquí salió una historieta para el olvido que se llamaba Tito Capistrán, un jovenzuelo tímido quien era la víctima de las locuras y barbaridades de don Lucas.
La historia al principio me pareció buena. Pero con más años y más lecturas me pareció insulsa, por no decir pueril. Naturalmente yo no tengo el talento de Mark Twain para desarrollar con éxito una novela juvenil. Por este motivo mis papeles fueron pasto de las llamas y sepulté aquel vano intento en el olvido.
Sin embargo, mi mundo imaginario quedó intacto: la villa, la isla y el lago (no sé por qué me gusta mencionarlos en ese orden).
Y es así como empecé a escribir «Sangre de abril». Aquí ya irrumpe en escena el enigmático señor Humberto Domingo Péribán.
«“Sangre de abril” es una historia sin historia, sobre un lugar donde nunca pasa nada, y acaso sea la más bella historia de amor/humor jamás contada (en una cita falsa de José Saramago). Alguna vez declaré, no sin ironía que en mi novela no sucede nada en absoluto: nadie se muere, nadie hace el amor, nadie se enferma y todo transcurre con la apacibilidad de los días del verano. Desde las primeras líneas vemos a Humberto Domingo en la casa de la isla del lago. En ella coincide con los hermanos Carolina y Damián Hernández de los Santos. La residencia es descrita como una casa enorme, de dos plantas, con una terraza en la parte frontal, a la sombra de unos grandes árboles que le daban frescura a toda hora del día, en un lugar —casi el centro de la isla—que por su ubicación disfrutaba de la constante brisa lacustre. Tenía amplios ventanales de persianas y puertas de madera maciza, elegantemente talladas y adornadas con vitrales, el cielo raso pulcramente pintado de blanco. La sala era amplia, espaciosa y bien ventilada, amueblada con originalidad y buen gusto. Por medio de una puerta falsa se accedía al comedor, a un costado de la cocina, cuya puerta lateral daba al patio trasero. Había una escalera con pasamanos de fina madera bruñida que ascendía a la segunda planta describiendo una curva armoniosa sobre una cantina de caoba repleta de botellas de exquisitos y bien selectos vinos y licores. En la segunda planta estaban las recámaras y un privado con una biblioteca con una gran profusión de obras literarias, enciclopedias, diccionarios y otros materiales de consulta (periódicos, revistas, folletos y boletines informativos). Es por demás decirlo, este era el espacio de Humberto Domingo.
»Y en efecto, no pasa nada en esa casa, o casi nada, que no es lo mismo, pero es igual(3). Viven con los muchachos (Humberto apenas tiene veintiocho años) una pareja encargada del cuidado de la mansión. Estos son don Tomás y doña Irene (en algunos textos esta mujer aparece con el nombre de Inés) porque dicha residencia pertenece a don Laurencio Villegas, el dueño y señor de toda la región.
La mansión, en la isla
«Sangre de abril» con el correr del tiempo pasó a ser «En estos días». El cambio de nombre fue porque ya hay un libro con ese título(4). Mientras tanto fueron llegando otros personajes a La Villa de la Isla del Lago y se fueron estructurando otros relatos: «El día feliz que está llegando» y «Días y flores». Un lector atento ya se habrá dado cuenta de qué va la cosa. Todos estos títulos están relacionados con canciones de Silvio Rodríguez.
Me explico.
Hubo un tiempo que anduve en la farándula. Es una manera amable de expresar mi incursión en la lírica popular como requintista de trío. Mi calidad como guitarrista y cantante, que no era muy buena, mejoraba en función del grado de ingestión etílica. No era del todo malo, después de todo. Solo que el que llevaba la armonía siempre debía andar atento cuando me largaba improvisando. Contaminado de boleros, valses criollos y tangos, no es raro que entre líneas, al estar elaborando un texto, de pronto así y a veces sin venir a cuento, incluya versos de alguna canción. En algunos casos, estas interpolaciones saltan inconscientemente. En otros, busco deliberadamente el trazo efectista. Es como un juego. Y en virtud de que en mi periodo de trovador llegué a contar en mi repertorio con casi un millar de canciones, esto no me resulta difícil. Un poco como la historia del tipo ese que estaba recluido en un manicomio que solo sabía expresarse a través de letras que ha escuchado de tangos. «Fermín», creo que se llama, es un film argentino.
Hablemos entonces de Silvio Rodríguez.
Debo reconocer que a Silvio Rodríguez nunca lo pude interpretar. Para ello se requiere una técnica que desafortunadamente no tengo. O vaya usted a saber, a lo mejor si lo hubiera intentado con vodka. Sin embargo disfruto mucho de la poesía de sus canciones. Desde niño me acostumbre a imaginar historias escuchando canciones. Fue Arturo Pérez-Reverte quien definió los corridos de los Tigres del Norte como novelas de tres minutos. De hecho me parece que el corrido «Contrabando y traición», también conocido como «Camelia la Texana» inspiró la novela «La reina del sur». Pero muchos años antes yo creaba imágenes mentales escuchando las canciones de Silvio Rodríguez. Hay una hermosa canción de Silvio que se titula «¿A dónde van?» que en una de sus líneas dice: a dónde fueron mis palabras sucias, de sangre de abril. Partiendo de esta pieza Imaginé toda una secuencia, no sé si decir novelística, la ambienté en la isla del lago y la armonicé con unos viejos apuntes sobre un amor juvenil que ya había esbozado en «Pedro, Damián y Macario». La historia me salió más o menos bien. Pero hubo entonces la necesidad de establecer un antes y un después de estos hechos. Es así como empiezo a escribir «Días y flores» y «El día feliz que está llegando»
«Sangre de abril» con el correr del tiempo pasó a ser «En estos días». Hice el cambio de nombre porque ya hay un libro con este título(5).
Hace poco, me decía la señorita Conti que mi fijación con el tema de las islas y la creación de mi universo imaginario se corresponde con algo ya vivido.
—Pero yo no conozco un lugar así —le respondí—. Hay un pueblo en la Argentina que fue devorado por un lago y que es conocido con ese nombre: «La villa del lago», pero (que yo sepa) no hay, ni hubo isla alguna.
—Epecuén —dijo miss Conti.
Todos sabemos que miss Conti es una especie de biblioteca ambulante, de modo que su respuesta no me tomó por sorpresa. Así que continué:
—Y no olvidemos ese hermoso lugar en Eslovenia, junto al lago Bled.
—A eso me refiero —dijo miss Conti—. Usted vivió en Bled en alguna de sus vidas anteriores.
La aseveración de la señorita Conti me tomó por sorpresa. Nunca hubiera creído que la hermosa italiana creyera en la reencarnación. Jamás habíamos tocado el tema, pero por su forma de hablar y su temática, lo último que se me hubiera ocurrido es que ella arropara algún tipo de creencia. Demasiado intelectual diría yo. No obstante ahí estaba, con sus lindos ojos verdes, luminosos a la luz filtrada de los ventanales de mi biblioteca, afirmando la idea que yo en algún momento había llegado a acariciar. Idea que deseché porque me pareció ingenua.
—Me creerá usted que alguna vez lo he pensado —dije—. Pero nunca me hubiera atrevido a formular semejante idea.
«Bled es una ciudad donde se han celebrado torneos de ajedrez. En 1931 hubo uno que lo ganó Alexander Alekhine —reflexioné—. No me queda claro si alguna vez Capablanca estuvo ahí. Naturalmente que no necesariamente debo asumir que yo fui uno de los grandes. Pude haber sido una persona totalmente ajena al ajedrez. Esa es una de las limitaciones de los creyentes en la reencarnación. Siempre te sugieren la posibilidad de que hayas sido un gran personaje de la historia. Es decir, si fui el carbonero en Bled, con toda seguridad fui el líder de los carboneros».
—Si existimos, todo lo demás es posible —sentenció la tana.
Luego, sin transición, mirando en redondo los estantes repletos de libros añadió: «Me gusta estar aquí». Corrió los visillos de la ventana. Contempló el patio enchumbado por la lluvia de anoche; en el suelo, las hojas muertas del almendro y volvió con su mirada radiante.
—Me siento acompañada —dijo.
—Es curioso —respondí—, a mí me pasa algo semejante.
Por las mañanas, me levanto temprano, ingreso a este recinto sagrado, enciendo la luz y tomo asiento en la mecedora. Reclino mi cabeza y cierro los ojos y me dejo invadir por la cercanía de esos amigos invisibles que palpitan en mis libros. Y coincido con la señorita Conti…, me siento acompañado. Hubiera yo querido escribir «…mi soledad se siente acompañada», pero sería una falta de respeto a Pablo Milanés.
Y puedo descansar y soñar con mis islas.
[1] A mi modo había imaginado otra versión de
Róbinson Crusoe.
[2] En el lago había una hermosa isla cubierta de vegetación. Aún no
estaba la mansión de don Laurencio Villegas. Los chavales tenían una
embarcación y a menudo hacían expediciones en la otra orilla del lago y la
isla.
[3] Con perdón de Silvio Rodríguez.
[4] Otra idea que me ganan.
Escritor Pedro LInares (México)
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