Paola Sualvez
El druida
Esperaba un apretón fuerte de manos, algo que correspondiera con su dignidad de hombre sabio. Supongo que mi desagrado lo hice evidente en mi expresión, pues me ha seguido con la mirada hasta esta cascada artificial donde me asignaron. Preparo mis preguntas, pero al leerlas de nuevo siento que no son trascendentales. Ruego para que no me escojan y pueda servirme de los otros que tienen más experiencia. Así sucede. La rueda de prensa transcurre lenta y sin ninguna novedad. Del druida todo se sabe, todo está dicho. En algún momento se acerca a mí y me ofrece su brazo para que lo acompañe. Me pregunta mi nombre. Los demás observan y sin disimular me hacen señas para que grabe la conversación. De cerca no es tan viejo como aparenta, quizá unos sesenta años y una sonrisa tan irresistible que es imposible no contagiarse. Me muestra una rama que pende del único árbol que hace parte del jardín interior.
—Dime, Luz, esa rama seguirá siendo parte del árbol cuando caiga o dejarán de ser un todo.
—Somos un todo con la naturaleza y aunque caiga seguirá siendo parte del árbol —Traté de responder de acuerdo a su filosofía de vida.
El sabio levantó su túnica y dejó al descubierto su brazo derecho completamente emaciado, como si no tuviera vida
—No es cierto, hay cosas que ya no hacen parte de uno realmente, pero no es fácil prescindir de ellas.
Su brazo era mudo testigo de ello. Podía moverlo, pero era como si no fuera parte de él.
—En la vida hay cosas que creemos parte de nosotros haciéndonos débiles, pero no tenemos la valentía para separarnos de ellas.
El druida desprendió su brazo muerto y me lo dio diciendo unas palabras que todavía hoy no entiendo. Luego desapareció dejando una estela azul impregnada de nardos y violetas.
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Compulsión
El aroma que despedían, los empaques brillantes y la anatomía de las letras con sus curvas y volteretas surtían en él un efecto irresistible, una lucha interna de la que salía vencido. Sabía muy bien que lo vigilaban y que, además, era una reincidencia. Con seguridad lo esperaría la cárcel. Unos meses quizás. Pero no pudo más. El deseo era superior a él. El deseo era su sangre y sus pensamientos. Con un movimiento rápido tomó la caja y la guardó en el bolsillo de su pantalón. Sentía que todo le daba vueltas, que le faltaba el aire y apresuró el paso tropezando una pila de galletas de soda. No se detuvo y siguió con el botín sin mirar a nadie. Solo faltaban unos pasos para cruzar la puerta, pero la delatora pitó con fuerza. Sus ojos se cruzaron con los del vigilante
—Señor, disculpe. Hemos llamado varias veces y nada que vienen a arreglarla. Siga, siga.
Tembloroso siguió de largo, se sentó en el Parque de los Viejos para disfrutarlo, sacó la caja, sus ojos se llenaron de lágrimas ¡no podía creerlo! otra vez se había equivocado, con resignación tomó el chocolate blanco y se lo dejó a los pájaros o los perros, que según él, eran los únicos que podían comerlo.
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Cosmogonía
El gran árbol extiende sus raíces a través del tiempo y el espacio. Es omnipresente y omnisciente. Sus frutos son seres pensantes que caminan a lo largo de la línea de la vida dibujada por el sembrador de luz, lee en voz alta el pequeño Aristóbulo en la clase de Historia de la religión, al tiempo que sonríe. Sabe que la duda es una constante en su pensamiento, que nadie puede explicar a ciencia cierta dónde está ese árbol o la línea de la vida.
Yumarata escuchó atentó aquella voz que era como el trino de cientos de aves: Eres tú, el destinado a proclamar mi verdad hasta el fin de los tiempos en sucesivas reencarnaciones. Tú, eres y serás fruto y semilla que se dispersará como las raíces del gran árbol. Raíces que son las venas y arterias de mi creación, que es una y todo a la vez; no hay divisiones ni diferencias entre unos y otros, pues lo que hagas a aquel se reflejará en tu propia luz, continúa leyendo Aristóbulo, ya sin poder evitar la risa que lo enfrenta no solo a la maestra, sino a todo el salón de clases. No puede argumentar nada en su favor. El libro sagrado es verdad aceptada en su totalidad. Cuando su madre llega para recogerlo, lo mira con resignación. Habla con la rectora y recibe los papeles del niño; la falta es muy grave. Al salir de la oficina, el pequeño la espera con una sonrisa, lo mira con ternura y le toma la mano.
—Bueno, ¿qué hacemos?
—Buscaremos otro colegio. Alguno habrá. Sino aprenderé solo en casa.
—Sabes que no puedo dejarte solo en casa, ¿por qué no haces un esfuerzo? Yo tampoco creo en esas cosas, pero lo guardo para mí. ¿No habíamos quedado en que lo vieras como una gran fábula? Además, son historias bonitas ¿No lo ves?
—Sí, pero no tuve tiempo de prepararme mentalmente para leerlo delante de todos. Y sabes que todo no es fábula. Hay verdades escondidas ahí.
Entonces, Aristóbulo se encendió desde adentro como si millones de luciérnagas habitaran dentro de él.
Escritora y poeta Paola Sualvez (Colombia)
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