Bienvenidos: Revista La Urraka Internacional


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Mujeres trabajando
Autor: Yemba Bissyende
Técnica: Batik
Medidas: 40 cm x 1m 30 cm

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lunes, 30 de marzo de 2020

Los escritores en La Urraka


La señorita Conti.
 (Entrevista con la señorita Conti). 
  
Soy el que has amado hace mucho tiempo.
Te acompaño en tu camino de día y te miro atentamente,
y pongo mi boca en tu corazón, pero tú no lo sabes
                                                        Rolf  Jacobsen  
  
  Hace muchos/pocos años, cuando aún no habíamos sufrido/disfrutado del boom de las telecomunicaciones (hablo específicamente de la red mundial), y para escribir solo hacía falta una libreta, bolígrafos, un espacio en la mesa y un lugar limpio y bien iluminado, y únicamente era preciso retirarse un poco para trazar unas cuantas líneas e hilvanar un manojo de frases (a lo mejor mal construidas), y de esta manera vivir el encuentro con uno de mis hábitos más amados: la escritura. 
Los medios que utilizábamos para comunicarnos, a distancia, eran la carta, el telegrama y el teléfono. Recuerdo con qué alegría recibíamos las cartas de mi hermano Francisco. A menudo los telegramas eran portadores de malas noticias, y el teléfono —de línea, naturalmente, ni de lejos soñábamos con el uso y abuso de la telefonía inalámbrica—, el teléfono, decía, era un medio de comunicación para los casos más urgentes, y había una caseta telefónica para todo el pueblo, y se cobraba por minuto y los mensajes y comunicados eran escuetos y rápidos, y a nadie se le hubiera ocurrido utilizar el teléfono para conversar. 
Hoy en día es raro que yo escriba una página en una libreta. Justo ahora lo estoy haciendo, al aire libre, en la pequeña terraza del patio, bajo la protección del nacahuite que es un árbol de tronco rugoso y hojas perennes y radiantes que da unas frutillas de color rojo apiñadas en pequeños racimos que constituyen el alimento de ardillas y pájaros en esta temporada. Escribo a lápiz, como lo hacía don Ernesto, y qué feliz, con qué alegría voy juntando las palabras y armando mis frases para ir montando este pequeño escrito que pretende ser un cuento y al final se verá que no lo es. 
La idea de volver a escribir a mano surgió anoche después de la cena cuando revisando unos anaqueles de la biblioteca encontré unas antiguas libretas de pasta dura que la señorita Conti organizó cronológicamente y las ubicó, no sé si por ironía, en el estante de las obras maestras de la literatura contemporánea. 

La señorita Conti trabaja para la Editorial Yegaypón y vino a verme con la consigna de hacer una revisión de todo mi material escrito para valorarlo y determinar si algunos son publicables y así salir del atolladero en que me metí al firmar un contrato para la edición de mi primera novela que hasta la fecha no he podido cumplir. Sangre de abril/En estos días está empantanada por falta de ideas, y Madera, heno y hojarasca duerme el sueño de los justos. Como que la Yegaypón no tiene muchos escritores de mérito para sus publicaciones y en virtud de que según el Consejo Editorial todavía soy un autor que promete optaron por la revisión de mis escritos y aunque en un principio no estaba yo muy de acuerdo terminé aceptando de buen grado porque la señorita Conti resulto ser un bombón. 
Con más pinta de súper modelo que de literata la señorita Conti es además una experta en literatura hispanoamericana. En nuestra primera charla me habló de los laberintos de Borges y la no menos laberíntica prosa de Juan Carlos Onetti. Declamó impecablemente El Gólem al tiempo que revisaba las hileras de libros de mi biblioteca. 
Sentada en una mecedora hojeó en silencio las primeras libretas. 

… una vez que cruzábamos la presa Nezahualcóyotl la camioneta desvencijada nos esperaba en el Dique Dos. Un paisaje árido y triste, hombres de caras largas, rostros inexpresivos, entre las cajas y bultos y huacales con gallinas y costales vacíos. Después de un recorrido de casi una hora llegábamos a Xochitlán, la comunidad que era nuestro centro de reunión. Aquí el paisaje era distinto. Un arroyo de aguas turbulentas rodeaba la comunidad con su abrazo ruidoso y serpenteante, y hacia el poniente las montañas daban un aspecto majestuoso al conjunto. Abundante vegetación, riachuelos que caían en pendiente y gran variedad de especies silvestres. 

—Su letra es muy temblorosa —dijo. 
Esbozó una breve sonrisa y se mordió el labio inferior. Sus ojos verdes, aceitunados, también sonrieron. 
—Escribo a prisa —respondí. 
—¿Por qué escribía usted a mano? 
—Vea usted las fechas. Anteriormente no había otra forma. Si querías escribir podías hacerlo a lápiz, a lapicero o a máquina, mecánica por supuesto, en hojas sueltas, cuadernillos o libretas. A mí me gustaba escribir con bolígrafo. 
—Y en libretas de pasta dura —añadió. 

…además estaba la lluvia que se desparramaba por entre las frondas de los opulentos árboles y escurría sobre los caminos en pendiente, tapizados de hojas muertas, entre abundante vegetación. Poco después de la primera cuesta, había una explanada más o menos extensa bordeada por arbustos y pequeñas plantas cuya altura me daba hasta las rodillas. Caminando por aquellas soledades no experimentaba miedo alguno. Me sentía feliz con el agua escurriéndome la cara, chapaleando lodo con mis botas, caminando hacia la comunidad… 

—Así es. Porque estas libretas no se deshojan. Pero le contaré de mi primera máquina de escribir. Era una Olivetti Lettera 33 y la compré con mi primer salario de profesor. Más adelante la cambié por una máquina de escribir eléctrica y con ella me pareció que el arte de escribir era un sueño. Pero el verdadero sueño vino con la computadora pues me abrió las posibilidades de corrección hasta el infinito. Curiosamente esta máquina de escribir, hablo de la primera, no la compré en virtud de mis veleidades literarias. Me parecía en ese tiempo (le estoy hablando de hace casi treinta años) que la herramienta, o mejor dicho una de las herramientas indispensables de todo maestro, era/es la máquina de escribir. 
—Me parece muy acertado —acotó la señorita Conti. 
Llevaba pantalones de mezclilla y una playera de color claro con un estampado vistoso y unas palabras en italiano. Su cabello castaño le caía sobre los hombros cubriéndole totalmente las orejas. 
—En ese tiempo así era. Hoy en día no se entiende la labor docente o la función directiva sin el auxilio de la computadora y el internet. Pero en mis inicios ese lugar lo ocupaban la máquina de escribir y las bibliotecas. Esta primera máquina de escribir me fue de mucha utilidad para la elaboración de todo tipo de documentos, informes, constancias, solicitudes y oficios. Pero no era yo muy diestro como dactilógrafo. 
—¿Y cómo aprendió? 
—Aprendí a escribir escribiendo. 
—¿Autodidacta? 
—Es así como empiezo a escribir. No tanto para desarrollar mis dudosas y poco probables habilidades literarias sino más bien para aprender mecanografía. Recuerdo que durante mi etapa de estudiante normalista mi mayor incertidumbre era el escaso dominio que tenía de la escritura mecánica. Debíamos escribir la tesis o el informe recepcional y no lo hice del todo mal. Pero fue hasta que tuve una máquina de escribir propia que pude aprender la técnica. Y créame que no me resultó difícil. Desde mis inicios me impuse la disciplina de escribir con todos los dedos. En una enciclopedia encontré unos buenos ejercicios que me sirvieron de mucho. Nunca imaginé que utilizando todos los dedos para escribir a máquina iba yo a desarrollar la destreza para escribir sin ver el teclado, como hacen los mecanógrafos, y que a través de esta habilidad me fuera dado pulir otra más valiosa: ordenar mis ideas por escrito. La escritura en su más pura expresión. 
—Curiosa manera de llegar a la escritura. 

La comunidad estaba emplazada en una gran explanada perdida entre las montañas. Un grupo reducido de veintisiete casas de madera en torno a la plaza con un naranjo frente al templo adventista y una rudimentaria cancha de básquet bol. Enfrente de la escuela, pero del otro lado de la cancha, estaba la casa del tío Secundino, forrada con tablas de caoba y techada con láminas de zinc, que se levantaba hermosa, bajo la sombra de los castaños. Hacía la izquierda estaba una cabañita de un señor que se llamaba Amancio García y en medio de las dos el camino que llevaba al arroyo. Por ahí bajábamos hasta un claro donde brotaba un manantial, cuyas aguas escurrían formando un arroyuelo que se perdía en la espesura, y un sendero húmedo y resbaloso que discurría a lo largo de la orilla hasta llegar a un zacatal donde había una poza bordeada de helechos en cuyo fondo descansaban innumerables conchitas de caracol. Los árboles eran inmensos y se percibía el incesante murmullo de la selva. 

—Creo que la única manera de llegar a la escritura es escribiendo. Escribir, escribir y escribir. Dice Augusto Monterroso, escribe aun cuando no tengas nada que decir. A mi hija Naydelin siempre le estoy haciendo notar la diferencia entre redactar y escribir. Al corregir sus escritos le explico: esto es redacción, suprímelo. Procura escribir no redactar, y subrayo tacho y enmiendo, y parece que ya va entendiendo. 
—Usted escribe muy bien. 

Había un paraje, perdido en la espesura de la selva, que los lugareños denominaban la poza azul porque, en efecto, había en un claro, al pie de unas rocas enormes, cubiertas de musgo y helechos, una poza cuyas aguas frías, a la sombra de la exuberante vegetación, eran de un color azul celeste bajo una delgada capa de neblina. 

—No lo sé. Hubo un tiempo en que escribí bien. Empecé a dominar un estilo. Un estilo sencillo y no sé si decir ameno, pero muy suave y musical. En la actualidad escribo con más soltura y menos cuidado. Quizás la poca importancia que doy a estos bocetos sea la causa. Porque finalmente solo escribo para mí. Solo son ejercicios. No sé si más adelante pueda soltar la pluma y desarrolle una prosa más abundante y rica. Todavía confundo un poco las cosas. Ya ve usted: esto pretende ser un cuento y me está saliendo entrevista.  
La señorita Conti vuelve a sonreír. 
—Una amiga, se llama Sandra Leticia, me dijo un día que le gustaba mi estilo porque escribo con frases sencillas matizadas con palabras rimbombantes. Yo no me doy cuenta de eso. Ninguna palabra me parece rimbombante. No como al principio. Mire usted, en mis tiempos de estudiante ya escribía, en hojas blancas, no usaba papel rayado, unos textos que pretendían ser humorísticos, y solía buscar palabras poco usuales para insertarlas en alguna frase y así crear la ilusión de que sabía mucho y conocía muchas palabras raras. El resultado fue un manojo de textos disparatados y grandilocuentes de los que prefiero no acordarme. 
—Muy artificiales, supongo. 
—Sí, muy artificiales. Escribía con el diccionario en la mesa y mi escritura era poco fluida y el ritmo era desastroso. Sabe usted, las palabras tienen música y hay que saber armonizarlas. 

…durante ese periodo leí los mejores libros que pude encontrar. Soñaba en abundancia. Nunca podré describir el colorido y la belleza de mis sueños. Pero fueron hermosos. Eran de la tonalidad de un holograma: intensos, luminosos e indescriptibles. Nunca he vuelto a soñar así, pero atribuyo estos episodios de intensa actividad onírica a la profusión de mis lecturas. A menudo me soñaba revisando bibliotecas, buscando los libros que deseaba leer, y una noche me sorprendió conversando con Ernest Hemingway. Era un señor algo brusco, llevaba guayabera blanca –después supe que así se vestía cuando vivió en la isla de Cuba, en un pueblito de pescadores, San Francisco de Paula--, y su voz era parecida a la de Arrigo Cohen Anitúa, y hablaba un español fluido. A lo mejor era él. Soñar es fácil. Únicamente debes bajar la cortina e ingresar en ese espacio sin límites en el que vivimos ese algo precioso e irremplazable que forjamos noche a noche con las piezas que nos dan la memoria, nuestros miedos y deseos y la vida diaria. Y si para colmo lees un libro como el que estoy leyendo ahora, el color y la intensidad están garantizados, con todo y que al día siguiente andas como embotado y te sientes distraído y sin ánimos. De todos modos, es una experiencia sublime a pesar de lo que escribió Dostoyevski en alguna parte en relación a que los sueños a colores son síntoma de un desequilibrio mental. Según el gran escritor ruso “en estado de debilidad, los sueños suelen distinguirse por un relieve extraordinario y un parecido notable con la realidad. Los detalles son tan finos y ofrecen en su inesperada aparición una disposición tan ingeniosa, que el soñador —aunque fuera un artista como Pushkin o Turgueniev—sería en estado normal, incapaz de inventar algo parecido. Tales sueños de enfermo dejan siempre un profundo recuerdo y afectan profundamente el organismo ya desarreglado del individuo” . 

—Ahora en cambio su estilo es muy natural. 
—Eso me dicen. Monseñor Manuel Domínguez, amigo personal de Humberto Domingo opina que ya soy dueño de un estilo propio. Y no sabe usted la tranquilidad que me da. Porque es muy ingrato ir por ahí escribiendo con el temor que confundan tus apuntes con los de García Márquez. 
La señorita Conti me respondió con una sonora carcajada. 
—O con los de Hemingway —bromeó sin dejar de reír. 
—Sí, sobre todo. 
La señorita Conti volvió a las libretas. Hizo una revisión rápida de una de ellas, la que estaba más cerca –“Esta vida que hoy vivimos”—, y murmuró sin despegar la vista de esas páginas escritas a mano hace más de veinte años: 
—No está mal, pero me parece que hay una amalgama de estilos. Aquí usted todavía no doblaba el Cabo de Buena Esperanza. 
—En ese tiempo, y esto también resulta cómico, me largaba escribiendo como enajenado. Y podía escribir ininterrumpidamente durante diez, veinte o treinta días seguidos a razón de dos o tres horas al día. Y pasaba algo muy curioso. Debe usted saber, que paralelamente a la elaboración de mis escritos, corría el río de mis lecturas cotidianas. Leía yo mucho. De día, mañana, tarde y noche, en el autobús, en la fila del banco y en donde quiera que hubiera espacio y tiempo. Y resultaba que al final de tantos días de lectura y escritura, a lo largo de todas esas páginas emborronadas, mal ordenadas y peor escritas, iba yo plasmando, involuntariamente por supuesto, el estilo de los distintos autores que iba leyendo. Un buen lector, y usted sin duda lo es, puede dilucidar sin la menor dificultad, a través de la lectura de mis anotaciones, qué libros y qué autores leí en un determinado periodo de mi periplo como lector. 



—Aquí ya descubrí algunos —suspiró la señorita Conti. 
—Va usted encontrar en esa libreta un par de páginas estructuradas con frases cortas, azorinianas, empalmadas con otras de un estilo muy retórico, profusamente adjetivado, pleno de digresiones y frases largas, no sé si decir hermosas y rotundas… 
—A lo William Faulkner. 
—Acertó usted. En ese lapso leí Sartoris, Luz de Agosto, El villorrio y Santuario. Y por ahí, más adelante va usted a desembocar en medio de una parrafada barroca donde podrá vislumbrar destellos de mis lecturas de Alejo Carpentier, cuya riquísima prosa, sonora, suntuosa, colorida y luminosa fue mi delicia cuando leí El siglo de las luces y me ayudó más adelante a desenredar El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez. 
—Esa obra que tanto ha hecho sufrir a los principiantes—acotó mi bella dama. 
—Dígamelo a mí —suspiré. 
—Pero usted no es ningún principiante. 
—Soy un principiante que no ha desistido. 
—¿Richard Bach? 
—Oh, señorita Conti, haría usted que el mismísimo Jorge Luís Borges se quitara el sombrero. 
La señorita Conti aceptó la broma con otra sonrisa, y su respuesta me dejó todavía más impresionado. 
—Procure no hablar como Ludwig Von Fritz —dijo. 
Abrió otra liberta, ´newn, el ángel guardián. Después de una rápida ojeada me miró con picardía y sentencio: «Aquí hay ecos de Honoré de Balzac». 

…y vi llegar a ´newn envuelto en su blancura luminosa. Parecía rodeado de una nube de luz. Sus ojos azules muy grandes se abrieron y camino hasta mí con ese andar tan chistoso (parece como si caminara sobre cáscaras de huevo), y eran tal su brillo y su belleza que no consideré pertinente tocar su hombro izquierdo con mi frente. 

—Veo que a usted no se le va una. 
—No obstante, parece que su fuente de inspiración no es Seraphita sino más bien una mujer. Porque pese a toda la magia que encierra el personaje, se asoma en estas líneas la personalidad de una mujer. Y me gusta por el buen manejo del humor con todo y que falla en el intento. Porque sabe, para ser un ángel resulta demasiado humano. Del mismo modo que su Humberto Domingo para ser humano resulta demasiado divino. No sé si me explique. 
Leyó en voz alta un fragmento: 
—Es un sueño verlo nuevamente, junto una pila de revistas, sonriendo y jugando con un cordón de teléfono entre sus dedos, como cuando toma el salero y hace un ademán muy chistoso, ajeno totalmente a la agresión que quiere simular, él —mi amigo ´newn—, incapaz de hacer daño a nadie, ni siquiera a…, bueno, a nadie ¿Por qué habría un ángel de luz hacer daño a nadie?     
—Sabe usted —dije haciendo caso omiso del texto en voz alta— que este personaje aparece en Sangre de abril/En estos días y fluye a lo largo de muchas páginas con Humberto Domingo, y se pierde un poco a lo último cuando nuestro amigo sale de la isla y realiza el viaje de descubrimiento del que tanto ya se ha comentado. El valor de esta libreta es ese. Si algún día mi novela sale a la luz y tuviera el éxito que ustedes le han augurado sería muy interesante rastrear en estas fuentes el germen de tantos personajes y situaciones novelescas. 
—Y ver como todo sale de la realidad —acotó la señorita Conti. 
Siguió leyendo en silencio. 
—Me gusta esto: 

…aquella revista de divulgación científica estaba ahí, entre muchas otras de mi colección incompleta (espero algún día explicar por qué hay en mi vida tantas colecciones incompletas). Sin duda en su momento leí el reportaje “Ángeles, la corte celestial invade occidente”, y no reparé en el hermoso ángel de luz —hablo de la imagen que ilustraba el artículo—, que sentado en una nube, la cabeza ladeada y la mirada radiante, hablaba por teléfono. Ah ´newn, ´newn…, antes de ti, la vida transcurría como siempre, con sus alegrías y tristezas, con sus sinsabores y demás altibajos. Ahora en cambio la vida puede ser lo mismo, pero revestida con la luz de tu recuerdo.

—¡Es hermoso! —añadió.
«Pero algo cursi», pensé.  
La chica se volvió a abismar en la lectura de la libreta. Después de un rato preguntó:      
—¿Come usted manzanas? 
—Con avena, en licuado por las mañanas —respondí—. El colesterol, usted sabe. 
—Pero veo que para usted la manzana es un símbolo —insistió la señorita Conti. 
—La manzana es mi imagen de armonía. Es un símbolo de la virtud. Además, es una fruta muy sabrosa, literalmente hablando. 
—Es lo que veo, que hace usted mucho hincapié en las manzanas. Tanto que me da la impresión de que hablando o escribiendo de manzanas usted se estuviera refiriendo a otra cosa. Sobre todo, porque le da la vuelta al aspecto negativo de esta imagen. Deja de ser el fruto prohibido, la manzana de la discordia y pasa a ser una manzana como la ciudad de Granada… 
—Jugosa manzana, que me habla de amores… 
—Veo que me entiende usted perfectamente bien. ¿Y al hablar de una manzana acaso no estará usted hablando nuevamente de una mujer? 
—Señorita Conti, veo que su interés es más personal que literario. 
—Lo estoy acorralando… ¿Le enfada? 
—En absoluto, continúe. Veo que es usted muy perspicaz. 
Pasaron ante el prado de sus ojos Madera, heno y hojarasca I, II y II, El diario a diario, Diario vivir, El coloquio de los muchachos, La manzana de cristal, Esta vida que hoy vivimos (Segunda parte), ´newn, en alas de la fantasía y Tres años después.       
Aquí fue donde la señorita Conti me pidió que volviera a escribir a mano. 
—¿Por qué tantas libretas? 
—Son para mí una fuente de aprendizaje y reflexión. Cuando vuelvo a ellas y leo estas páginas me doy cuenta de cuánto he cambiado como persona y como escribidor. Si pudiéramos ver las cosas, los acontecimientos, desde una perspectiva digamos, alta, y tener una visión del futuro donde se viera el resultado de nuestras acciones, palabras, actitudes, creencias y puntos de vista, con toda seguridad tomaríamos la vida de otra manera. Seríamos hombres y mujeres más felices, más sanos (en todos los sentidos), y sobre todo seguros de nosotros mismos. No habría problema, por difícil que fuera, que nos abrumara y nos dejara inmovilizados. Todo lo contrario, cada problema sería una oportunidad, como en los sueños, y saldríamos airosos de cualquier situación. 
—A veces habla usted como el señor Peribán —musitó. 
Y concluyó con la formulación de un deseo que es la razón de estas notas: 
—Cuánto me gustaría salir en uno de sus escritos. 
Anoche, revisando las libretas en el estante vino a mi memoria toda la charla de esa primera entrevista y hoy por la mañana —con este apunte— cumplí los dos deseos de mi hermosa entrevistadora. 
Espero su pronta visita para ver el resultado de la revisión de mis escritos. 

Escritor Pedro Linares Domínguez  (México)

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