Cena romántica
Un,
dos, un, dos, repetía en voz baja, temía ser escuchado. Cada vez que la veía
pasar, la seguía al ritmo de sus caderas; esas curvas lo dejaban sin aliento y
se contenía de hablarle porque sabía que el día ansiado llegaría. Sus fantasías con esa mujer no tenían límite.
Era extremadamente morboso, se lamía los labios y sostenía la respiración para
ocultar las ganas que tenía de estar con ella.
Más que una cama, su sueño era poseerla sobre el comedor, olerla, saborearla,
lamerla. Ansiaba tener a una mujer voluminosa de nalgas, y en ese pequeño
barrio era la reina. Ella sabía que la
deseaba y cada vez que se encontraban lo miraba altiva, orgullosa, con ganas de
que se lo pidiera a gritos, si era posible, que todos los vecinos, su esposo y
sus hijos, se enteraran de que ella era una mujer deseada y hermosa. Pero su
esposo estaba ocupado con otra mujer, y sus hijos, ni hablar, eran de paso.
—Hola,
mamá, chao, mamá, necesito dinero, me voy de excursión, nos vemos, mamá—.
Estaba terriblemente sola, y por todo lo que le había sucedido con su familia
sentía que se merecía que su vecino la deseara. A veces se reunía con sus
amigas a hablar de fantasías sexuales y de cómo le gustaría que cualquier
extraño la rescatara del tedio en el que estaba sumida y la hiciera vibrar de
emoción. Una noche en que se sentía más sola que nunca, se fue al bar y observó
a su vecino.
Estaba
sentado en la barra, se le acercó meneando sus caderas al ritmo de la música,
coqueta, elegante y sin rubor, se sentó a su lado y pidió un whisky sin hielo,
se llevó el vaso a los labios despacio, mirándolo fijamente a los ojos, pero
él, impasible, se tomó de un sorbo un trago aún más fuerte.
Ella
le preguntó decidida a que sucediera lo que tanto venía deseando.
—¿Qué
quieres conmigo?
—¿Por
qué lo dices? —dijo él, sin dejar de
mirarla.
—No
me lo niegues ahora, sé cómo me miras, eres mi vecino y no nos han presentado.
—Quiero
comerte —respondió el hombre, sin rodeos.
—¿Comerte? —exclamó ella decepcionada—. Qué palabra tan
ordinaria, tan poco elegante para un caballero. De esa manera suena terrible, eso
es de caníbales, “¿comerte?” —Ella reía sin parar y él la miraba sin inmutarse.
—Sí,
comerte —reafirmó él con plena convicción.
—Pero
comerse a una persona es de caníbales —increpó ella, ya más curiosa ante
propuesta algo salida de lo común.
—De
cierto modo, todos los somos, si se trata de probar especialmente una parte de
tu cuerpo —dijo él, con la misma seriedad.
—¿Qué
parte te gustaría probar? —respondió entonces ella, al fin convencida y
excitada ante la idea que después de todo sabía interpretar de acuerdo con sus
propios deseos.
—Tus
nalgas —dijo él, sin titubear.
—¿Solo
eso? —dijo ella, un tanto desanimada.
Definitivamente ella no tenía mucha experiencia sexual a la hora de la verdad.
Se había casado muy joven y el marido que le tocó nunca la ayudó a despertar.
—Una
cosa lleva a la otra ¿o no crees?
—agregó él, esperando una respuesta—. Vámonos...
Entonces
ella se levantó junto a él, bastante excitada, y salieron del bar en medio de
la niebla espesa.
Al
llegar a su casa, él destapó una botella de vino y brindaron. Ella se sentía
feliz. Por fin ese hombre se había decidido, ya que los otros sólo la miraban
sin atreverse a acercarse ni a un metro por culpa del marido que tenía. Por fin
sexo loco, pensó, la iba a hacer una mujer viva, realizada sexualmente. Tendría
que contarles a sus amigas en la próxima reunión. Las fantasías iban y venían,
mientras él, sin besarla, le palpaba las caderas con las dos manos. Las arañaba
suave, fuerte. Las tocaba como si fueran teclas de piano. Jugaba con ellas sin
querer tocar nada más.
Ella
se sentía en las nubes, volaba como nunca había volado en su vida, miró la mesa
que casi de inmediato él preparó en minutos como para esa íntima: especias,
velas prendidas, pétalos de rosa esparcidas, vino tinto y otras
sorpresas...Pensó en todo lo que iba a sentir, en que la haría subir al cielo y
luego...qué importaría volver al infierno de su hogar. Mientras estuviera allí
aprovecharía cada segundo. Él, con torpeza, la montó sobre la mesa y le rasgó
la ropa, le dio la vuelta para detenerse en sus nalgas, esas nalgas que tanto
ansiaba. Ella estaba dispuesta a seguir sus fantasías, las mismas que
definitivamente parecía iba a disfrutar también como nunca. Sintió correr el
vino por su espalda, sintió cuando sorbía despacio, bajando y subiendo con la
lengua sin parar, hasta secarla. Era un hombre de buen gusto, pensó ella.
Sintió cuando comenzó a morder sus nalgas, primero una y luego otra con
suavidad...y luego, sin aviso, el intensísimo dolor que la hizo saltar gritando
mientras el hombre rebanaba rápido un pedazo grande de la derecha, como tanto
había deseado. Perdió el sentido, nunca se dio cuenta de que realmente él se la
estaba comiendo, primero saboreándola como siempre soñó.
Escritora y poeta IRENE ÁNGEL (Envigado, Colombia)
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