Olivia a la hora del crepúsculo
Ahora el tiempo es a otro precio. Antes fue Graciela, allá en la infancia, y hasta escribí un “Delirio a media noche” en un periódico estudiantil que creamos los cinco miembros de La Tertulia de Montecarlo. Después, varias figuras errantes en la memoria de hoy.
Ahora el tiempo es a otro precio. Antes fue Graciela, allá en la infancia, y hasta escribí un “Delirio a media noche” en un periódico estudiantil que creamos los cinco miembros de La Tertulia de Montecarlo. Después, varias figuras errantes en la memoria de hoy.
Declaro que no me gusta haberme llenado de palabras. Son realidades vacías que deambulan con sus muecas, untadas de ceniza en el lleve-y- trae de los hábitos. Una buena manera de limpiarlas es volvernos a entreverar con la realidad, por debajo de la fronda de sus denominaciones. La audacia cumple ese papel. Hay autores que lo hacen, y uno ve que no van diciendo palabras sino lo que hay debajo de estas. Entonces las palabras yo no sé cómo hacen para tirar la piedra y esconder la mano.
Pero los recuerdos son tenaces, con su enjambre de paisajes lentos y móviles. Por decir algo, oro y ocre y malva al crepúsculo.
… Las pinturas, monumentos, alimentos, perfumes, el día con su muerte y resurrección, diría que todo sufre la misma neblinación. Y eso crea su imán, y uno se desentiende de la sorpresa que nos brinda en la palma de su mano cada instante.
Uno quiere estar y no estar.
Con frecuencia, me hago el propósito de apreciar por primera vez cada paso y cada cosa. Se anda despacio, y el instante se hace hondo, junto con la luz y el conjunto. El todo inventado por la imaginación desaparece y relumbra cada cosa, una a una, con su familia de averiguaciones y de acompañantes inéditos. (Estos me dicen que por ser inéditos parece como si se acabaran de bañar). Y he notado que así las preocupaciones se esfuman barridas por el encanto de cada cosa amaneciendo constantemente en su instante. Es así cómo cada cosa y momento son impermanentes como dice el sánscrito “anitya”, si uno se ocupa de ellos, uno por uno, nada más. Bajo esa mirada quieta, hierven, como lo están haciendo los átomos de una célula sorprendidos por el microscopio.
En este entrevero, sobreaguan las lentitudes fugaces de Graciela, Olivia, Angie, Lakshmi, las nagualitas bellas y mágicas. Graciela muere y resucita, cada vez con algo de ella y otro algo nuevo. Y así, sucesivamente. Parece que el tiempo se devolviera y también parece de pronto que lo mismo es distinto. Las alcancías del corazón, el tacto, la yema de los dedos sobre la piel del durazno, de los senos, de los rojos labios húmedos de ella.
… Así es. “Conversar, no tocar”, me dijo un día en la baranda de un cierto crepúsculo, a modo de reproche. Despues advertí que era su manera de decirme ‘nada de nada, estoy lejos’. Por eso –al fin discierno- hablaba conmigo de manera distraída, cortándose las uñas, leyendo, viendo un programa de televisión, echando globos, en charla animada con la pared o en su cuerda imaginaria, porque sabía que era muy bonita e infranqueable para mis ojos de sueño. O no propiamente para mí, sino para mi modo de ser, que son dos cosas distintas, me corrige el que esto escribe.
Ahora me pregunto cómo es que maduran los labios al amor si los escenarios y la coreografía de la belleza son siempre intemporales. Pero, vaya, que si no dejo este nuevo camino que me abre esa pregunta acabaría, con seguridad, yo me conozco, enfrascándome en la observación del universo, infinito y eterno, y, sin embargo, en punto y sazón y derramándose sobre sí mismo en cada instante sin parar. Pero dejémoslo así porque este es otro cuento.
Entonces, resolví dar un paso atrás, Angie, para medir el efecto de su frase y decidí darme cuenta de que entre la mirada que lee la realidad, la mente, el tacto, el deseo y los sentidos concernientes, sí hay barreras. Y si uno trata de quitarlas o saltar por encima de ellas, entonces tome pa que lleve.
Esto es así, porque se crean paredes estratégicas por razones que ya ustedes podrán analizar. Y me acuerdo siempre de la amonestación de Renoir a su hijo cuando le dice que “si no sientes el deseo de tocar a las mujeres desnudas en el cuadro de Tiziano es porque no entendiste nada”. Renoir se da cuenta de que Renoircito está viendo por fuera, o sea, ‘leyendo’, y no por dentro las sobrenaturales mujeres de carne y hueso de Tiziano, que ya están hablando solas, despojadas de la pintura y del lienzo. Y en aquel momento, yo también –cosa de niño- quería tocar, coincidiendo con aquel gordo impresionista. Además, cuando uno escucha como se debe, también acaba tocando con el tacto del oído la misma música, si uno la sigue con detenimiento, sin resbalarse ni nublarla. Entonces, por qué no mis dedos al alcance de ti. ¡Mí no entender ni pite!
Ya se me había dicho aquí que los sentidos comparten sus propiedades. Cada uno hace también lo de los demás. No sé si debo decirlo, pero la sinestesia es su condición natural: Ver con el oído, oír con el paladar o el olor, llenarnos de música cuando nos deslizamos por la solitaria penumbra donde han tronado de dulzura en vivo los conciertos. Etcétera. Se equilateralizan, al punto de no ser ninguno solo sin todos los demás. Lo demás, como condición de lo uno. Eso es.
Olivia me ha mostrado de cuerpo entero mi desatino de no saber dónde pongo los ojos. Siempre que algo o una mujer me gusta, me equivoco. Cuanto más me gustan, es menos por ahí. Evito decirme que nací para el fracaso en ese tipo de lides y decisiones, que son casi todo en la vida, el amor. Sin embargo, el caso es que cuando ella vino a mí, si hubiera sido yo un perro habría corrido por toda la casa tumbando cualquier cosa que se me atravesara. Me dije ‘epa, al fin miguelito encontró la que viene a tomarlo de la mano para hacerle olvidar las tristezas’. Pero qué va, me dijo “hablar y no tocar”, que fue como un portón apachurrándome las narices. Qué tal de cuerpo presente, pensé, me hubiera tenido que ir del país.
La soledad es eso, no encontrar dónde poner los ojos y tener que andar errante viendo que ninguna puerta se abre para entrar. A todo llego tarde o todo lo estropeo. Tal vez sea un truco mágico de la vida para hacerme ver que tampoco es por ahí.
En el amor –me he dicho- no cabe el regateo. Si esto hacemos, se incrementa el fracaso. El amor se da súbitamente, él tiene su manera de madurar y de manifestarse, como el amanecer esta vez. No es amigo de transacciones ni de capitulaciones. Tampoco evita problemas, sino que los sonsaca. No hay amor sin problemas o, al menos, sin sus dificultades propias. Si no es así, es otra cosa, no amor. Lo único que amarra con fuertes cadenas al amor es la libertad en la que él germina. Este es el porqué, por qué, de mi más dilatado interrogante sin respuesta. Por qué a mí.
Es verdad, la escritura me ha servido para saber. Mediante ella, logro saber, si la dejo hablar sin interrumpirla, como ahora. ¿Será por esto por lo que he fracasado en la felicidad? Saber saber saber qué ¿Unas por otras? Muchos artesanos de la palabra, y aun los más encumbrados, fueron premiados de este modo, logrando ser infelices y solitarios, a costa de sus grandes obras.
Olivia, ¿eres tú, lo sabías, qué te está diciendo la pared?
Casa Esenia, marzo 29 del 2016
Escritor y poeta Otto Ricardo-Torres (Colombia)
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