El Banquete
A Álvaro Patrón
Esa noche los hermanos iban
a casa con el plan en mente, indiferentes a la manada de perros flacos que daba
jalones a los trozos de carne colgando en sus hombros. Hastiados de aquella
escena que se repetía a diario, los carniceros resolvieron ofrecer una sopa de
costillas a las criaturas del barrio. Durante la cocción, los perros jadeaban
al unísono alrededor de la olla ubicada en la calle. El aroma de aquello se
fundía con la voz de Rafael Orozco que salía del tocadiscos. Los tragos de
Aguardiente ensordecían las risas e historias de cortejo, con la que cada
hermano buscaba exaltarse. Cuando la sopa logró su punto, dejaron enfriar la
olla para luego bajarla al piso.
Lo siguiente fueron burlas
y patadas a los perros, hocicos sumergidos, sacudidas rápidas a las presas y
vómitos tras la llenura. Eso sí, el turno en la olla era de acuerdo al rango
que ocupaba cada miembro en la manada, y por nada del mundo se robaban algún
pedazo entre sí. Los carniceros no probaron gota de aquel banquete.
Pasadas las cinco,
comenzaron a caer por todo el barrio, decentemente y en silencio. Cerca de las
seis, despertaron las que barren su frente y alertaron de la mortandad. La olla
fue ocultada para evitar sospechas. La gente preguntaba quién había hecho tal
cosa. Ninguno lloró; solo arrastraron su perro hasta la orilla de la avenida.
Uno de ellos yacía a un metro de un sobre abierto de El Campeón, que su dueña
no percibió.
Los carniceros se
acercaron luego a la pila de cadáveres y contaron 25. Admirados con la potencia
del raticida, no pudieron más que esbozar una sonrisa con el rostro elevado al
cielo, e imaginar entrando tranquilamente al barrio, con las carnes al hombro,
sustraídas en redención a su paga miserable.
Escritor y poeta Jorge Dávila González
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