LA SENDA DE LA MARIPOSA
Por Edgardo Herrera
El haz de luz que se cuela en la gruta descubre un espiral de partículas que flotan en el aíre. Una densa exhalación rompe el silencio. En el pecho enmudecido inicia el lento latido que despierta la sangre. Las moscas que invaden el cuerpo huyen despavoridas ante el intempestivo movimiento.
Hay una voz imperiosa que llama, mi cuerpo atado por vendas inmundas se estremece sobre la piedra, el sudario adherido a mi rostro se mueve extrañado ante la respiración; hiedo, los dedos gastados retiran el lienzo y la escasa luz lastima mis ojos.
Soy la sed, soy el hambre, la soledad absoluta que anhela el principio. La voz que clama insiste en el llamado, ordena a las gentes que retiren la piedra.
¿Qué sucede? Todavía puedo ver con claridad la hoja que atravesó mi cuello en el camino de Betania, el rostro que me miró de frente mientras me desangraba en la arena. No, no soy ese al que la voz llama, Lázaro no es mi nombre, y la roca que cierra mi sepulcro permanece quieta, ajena al movimiento.
Pero me muevo, camino en la gruta hacia la voz poderosa que me convoca. Mis manos se encuentran con la enorme roca que me cierra el paso, el aire enrarecido me sofoca, trato de articular sonidos pero es imposible, mi lengua no responde. Grito, golpeo la roca que me encierra hasta sangrar mis dedos, el dolor me resulta extraño, como un objeto perdido y recuperado por azar, las llamas en mi estómago anuncian mi pronto regreso a las tinieblas, moriré otra vez. El hombre que me atravesó con la espada lo gritó aquella tarde:
─ ¡Ojo por ojo!
¿Qué clase de poder es este? ¿Cuántos más habrán despertado? Acaso mis faltas merezcan esta gracia o quizás sea este el apropiado castigo.
Desfallezco, caigo de rodillas junto a la roca y me ahogo entre estos lienzos amarillos y cargados de podredumbre.
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