Bienvenidos: Revista La Urraka Internacional


Portada:
Mujeres trabajando
Autor: Yemba Bissyende
Técnica: Batik
Medidas: 40 cm x 1m 30 cm

Seguidores

viernes, 16 de enero de 2015

El cuento en La Urraka

El toro de San Martín

Por Gustavo R. Cogollo B.

En el mar, en la llanura 
                                                                                   y en la llanura del mar,
                                                                        el tornasol aguamar
                                                                         su nacimiento inaugura.

                                                                                   José Lezama Lima

En estos últimos días la ciudad ha vivido bajo un fuerte y candente sol, de una blanca y enceguecedora luz que comienza en la mañana y continúa así hasta el final de la tarde, haciéndola parecer achicharrada, reseca, silenciosa, quieta, hasta boba; donde nadie ni nada se mueve, ni se escucha el mínimo sonido producido por el viento, por lo que la mantiene en un sigiloso letargo y como van las cosas los próximos días parece serán iguales; el solo hecho de sentir la canicular y fuerte luz incandescente que nos cae encima me pone a pensar, imaginar que se convertirá en pocos días una ciudad calcinada, de una apariencia rojiza, etérea, fantasmal, que silenciosamente va emergiendo por delante del flamígero y reverberante fondo de un horno en plena fundición; aunque para mí la verdadera preocupación no está en ninguna otra parte sino aquí, está debajo de mis pies; donde lo que siento salir, brotar del suelo seco y polvoriento; el pedazo de tierra donde estoy, se estremeciera desde abajo y un rumor sucesivo, continuo, buscara subir por mi cuerpo empezando por las desnudas plantas de mis pies.
Posiblemente lo que estoy sintiendo podría parecer, si lo comentara a alguien, sólo por decírselo, como un pensamiento necio y ocioso, y hasta pesimista; pero tengo la certeza que lo que más me preocupa no lo es, ni será nada de eso. Tampoco lo sería por el permanente rumor interior del mar, el continuo crecer y llegar de inmensas olas a la playa, que hacen presentir, creer que algo está sucediendo o estará por suceder, que sería lo peor.

-¡No! ¡Sé que no lo es, que tampoco nada de lo que pase será así! –grito interiormente.

Mucho menos que hoy a la tierra se le diera por querer temblar como aquella vez, hace ya muchos años, en un intenso mediodía, tal vez igual a este (si es que todos son iguales) caluroso y sofocante, que arreciaba y llegaba con un viento seco y cálido, arrastrando los arbustos secos, levantando el polvillo y la arenilla asentada en las calles hasta caer y metérsele a uno por los orificios de la nariz, o por los ojos; y que estando encaramitados, montados peligrosamente en el borde corrugado y filoso de las láminas de zinc de la cerca que separa los patios, el de nuestra casa con el de la familia Albericci, discutiendo con Marito sobre el partido de fútbol que jugamos, haciéndonos creer ellos que lo habíamos perdimos con esos goles que no fueron goles para nadie, sino para ellos, y que con esos goles sucios, tramposos, nos ganaron el partido, comenzó todo. De repente empezó a vibrar desde la misma base de la tierra, donde estaban enterradas las largas láminas de zinc, hasta arriba, en pleno borde donde nos encontrábamos encaramitados. Al instante, en plena remoción y agite, vi tirarse a Marito desde esa altura, y junto a sus hermanas, que jugaban muy cerca, comenzar a correr despavoridos hacia el interior de la casa para esconderse donde pudieran hacerlo y desde mi altura veía como las piernas y los píes se les movían sin control (igual que marionetas), y entre más corrían más se tambaleaban y se caían; pero para mí, la situación era todavía peor, porque no sabía qué hacer, si era mejor tirarme sobre la pila de caliche para levantar las bases de los nuevos cuartos, o esperarme, con los ojos espernancados, más abiertos que nunca, agarrado y pegado a la fuerte pero ahora débil lámina metálica ante la tenaz arremetida del temblor de tierra que hacía que se movieran y temblaran como hojas de palmera cuando el viento las azota. 

Que un temblor de tierra no dura mucho decían algunos, porque si durara mucho acabaría con todo, con las casas y los edificios. Ahora creo que eso es pura mentira, porque ni nuestra casa se cayó, se vino abajo, ni menos yo me vine colgado como el rabo de una gran cometa a la que le sonaran los perendengues igual que viejas tartaritas. Lo que si pude notar fue, antes que comenzara a moverse todo, que las gallinas pintadas de guinea y las jaba empezaron a retorcer el pescuezo hacía arriba y a querer volar erizadas, medio locas, para todas partes, junto con los perros que por anticipado se habían puesto a aullar, metidos en los huecos de la hornilla de la cocina del patio. 

Aunque eso parezca exageraciones mías, ese día y a esa hora tembló hasta cuando le dio la verraca gana. Ahora, lo de hoy no es lo mismo, ni es lo que presiento; pero creo que algo debajo de  mis pies anda moviéndose, que allá abajo algo corre, curucuteando la tierra como si fuera un turbulento arroyo interior. Dicen “los viejos”, los abuelos, que cuando en un día hace tanto calor y el sol se pone tan “picante” así como hoy, el de ahora, es que están por removerse las entrañas de la tierra, desde lo más profundo hasta el copito más alto de los arboles. 

Y estos tres últimos días si que han sido calurosos. El sol se nos vino sobre la ciudad y las altas temperaturas se ensañaron contra todos. Nos cayó encima. Entonces, como ya no soportábamos estar en el patio bajo la sombra marchita de los palos de mango, o el encierro en la casa, fue cuando tomamos la decisión de irnos para el mar, ya que tampoco podíamos consumir el agua de la pluma porque la que brotaba por la tubería salía caliente y sucia. Hasta la misma temperatura de las cosas había cambiado; más, las flores que a mamá le encanta cultivar en su pequeño jardín del patio (los blancos heliotropos, los anturios rojos, los tulipanes, y esas rosas rojas y grandes que son su verdadera locura) fueron las primeras en empezar a languidecer. Hoy amanecieron mustias. Ni bajo la amplia sombra de los raquíticos y sedientos árboles de almendro se podía estar. El barro rojo y seco de las calles se fue quebrando en mil pedazos, y el asfalto de las otras hervía bajo nuestros pies. ¿Qué esperábamos entonces de las cosas? Muchos pensaron irse de la ciudad, y otros, los pocos que se creyeron afortunados se fueron a los ríos y quebradas para refrescarse pero al llegar alguien les hizo caer en cuenta que ya nada de eso existía, que unas, las pequeñas quebradas habían sucumbido bajo la ola del boom de la construcción de grandes unidades multifamiliares desarrolladas por los constructores de turno sin atender ninguna de las tantas observaciones de los viejos habitantes de esas laderas de la montaña, y que el río, aquel donde solíamos irnos a bañar a escondidas de los viejos, desde el puente de hierro del ferrocarril, llamado “El Mayor”, hasta el estrecho puentecito que hay en la curva a la entrada del barrio Manzanares es hoy una sola cicatriz seca y profunda en la tierra, llena de desechos y basuras. En la desesperación y el agobio canicular unos gritaron que allí estaba, se encontraba el mar, que nos fuéramos para allá, que en sus aguas podíamos refrescarnos aunque los barcos mercantes sigan tirando sus grandes deshechos de petróleo quemado y por otro lado la cantidad de cisco que vuela desde el muelle carbonero hasta ir a chocar contra las claras aguas del mar para terminar, por allí entrevérado con la tierra, en el viejo malecón. 

Hoy, a estas horas, no es para crear malos entendido, ni malos presagios, menos para causar alteraciones, ni alarmar más a los confundidos, pero las playas de la ciudad ya han sido invadidas de punta a punta. Hay tanta gente que más bien parece que toda la ciudad se vino y se volcó en la playa.

La vieja y ancha franja de arena blanca donde antes jugábamos futbolito y nos divertíamos haciendo castillos de arena antes de bañarnos, sólo es ahora una oscura melcocha de petróleo pegajoso con pedazos de carbón bajo nuestros pies. Y para colmo la playa a cada momento era invadida, se llenaba de gente que pelea centímetro a centímetro los sitios, un insignificante pedazo de playa donde pudieran colocarse. Ahí están juntos unos y otros en el agua grasosa, o hacinados sobre la oscura playa, tirados como si fueran focas, leones marinos, sin importar el terminar embadurnados hasta la coronilla de lo que sea, ni el estar entre la basura fétida, maloliente, que lleva y trae la marea desde el estercolero y basural del  “Boquerón”. 

Pero para los habitantes de los barrios populares lo importante era salir, ir a refrescarse y escapar como fuera del calor. Y esos somos nosotros, los que no tenemos uno o varios equipos de aire acondicionado, pero se pagan los servicios de energía eléctrica como si los tuviéramos. Aunque por el intenso calor y la cambiante exigencia del clima ya comenzaron a dañárseles y lo más seguro, si no me equivoco, mañana vendrán a pedirnos que salgamos de la playa, a sacarnos de ellas con sus policías. 

Es que ni el abanico de iraca ha servido ante tanto calor.  
  
Muchos saben que el viento frío que bajaba de las grandes alturas de la Sierra Nevada y de las estribaciones que encierran la ciudad y aclimataban la temperatura, ya no existe; ese viento frío se ha extraviado porque a la Sierra la convirtieron con el correr de los días en un solo peladero. En principio fueron los colonos del interior del país que huían de la lucha partidista y sangrienta que los diezmaba quienes arrebataron a sangre y fuego a los aborígenes sus tierras ancestrales, echando más hacia arriba del pie de monte a los pocos sobrevivientes de la conquista española, donde habían estado asentados por muchos años; después llegaron los terratenientes, los políticos; por último llegó la indiscriminada deforestación por creer que al pelar y desbastar la montaña, sus tierras se hacían más productivas, a la vez ellos más poderosos, creando por un lado la destrucción de toda fuente primaria de agua y vida, y por último el salvaje baño de venenos exfoliantes que ha venido, con los días arrancando capa tras capa su último vestigio vegetal hasta dejarla calva. 

Entonces el sol canicular no da espacio para la sombra, ni el viento, la fresca de la sierra, que ya no baja, y apacigua la alta temperatura existente. Esa es la temperatura que calienta los pisos, quiebra el barro y recalienta el pavimento, que hace brincar y correr, para evitar quemarse la planta de los pies. 

Llegábamos en desorden (aunque todo cambie mientras uno va creciendo); quiero decir, mis amigos: Carlos A., Camiloraúl, El Piola, el Josevictor, El Dizzy, Charlie y el niño de la capea, “El Fríjol”. Antes, para llegar a la playa teníamos que pasar por un lodazal oscuro y después cruzar los viejos talleres del ferrocarril, cargados de deshechos y de chatarra, hoyos de cangrejos azules, de aguas amarillas estancadas y viejos charcos de residuos de petróleo; de montañas de carbón de piedra, largas astillas de madera de los vagones, retorcidas láminas de acero, ejes descarrilados, calderas chamuscadas por el hollín, de viejas cenizas, y viejas locomotoras accidentadas; y unos laberínticos corrales ganaderos, llenos de vericuetos, en donde mantienen encerradas las reses y los toros que traen de los pueblos para su exportación. Corríamos para la playa a todo dar para no quemarnos los pies, brincando traviesas, madrinas, viejos esqueletos de anodinos tranvías, y rieles, por detrás de esos oscuros, vaporosos y ennegrecidos talleres; y los altos hangares de hierro y zinc, en donde guardan las grandes máquinas y la cantidad de vagones cargueros, hasta aquellos trenes con vagones lujosos que iban al final del llamado tren “especial” y lo transporta a uno, pasando por muchos pueblos extraños pintados de blanco, con casas de altas terrazas y verdes campos en la llamada “Zona Bananera”, hasta llegar a ese pueblo hirviente y reverberante de fuego, que se llama Fundación.

Después que volábamos como locos perseguidos por los sonidos del tiempo sobre esos solares nos íbamos lanzando largos pases con la pequeña “bola de trapo”, como si fuera juego de balón-mano, hasta llegar a los inicios del Camellón y al edificio de la Aduana. Desde ahí se iniciaba el verdadero juego que era lanzar lo más lejos posible la pelota al mar (quién contara con la suerte de quedar con la pelota en su poder, hacía ese último y poderoso esfuerzo); pero si el pase no caía en el agua, sino en la arena de la playa, su grupo perdía. En cambio si lograba acertar el pase, cayendo la bola al mar, todos nos lanzábamos en busca de ella, y quien nadara más rápido y la alcanzara ganaba el primer encuentro. 

Hoy toda la playa y parte de la bahía que va hasta “Playa Lipe” está llena. Pero todos a la vez estaban inquietos, inseguros, inestables, brincando, saltando dentro y fuera del agua, por la playa. Se apartaban de los demás (en cualquier momento) en pequeños y compactos grupos como si algo, un imán, desde un punto distante los atrajera, y para allá, en desorden, se dirigían. Y si era por acá, para acá se venían. Entonces el agua se veía bullir, lanzar burbujitas efervescente como si estuviera hirviendo desde el fondo, de abajo, del limo, cuan largas y altas columnas de agua gaseosa, y en la superficie las balotas, la cantidad de burbujas que brotaban y reventaban creando infinitos fuegos artificiales. 

Esto sucedía a cada rato y los grupos se desplazaban de un lugar para otro, y de ahí, del sitio al que llegaban inicialmente, para otro, como diminutas partículas cargadas de energía en un aparente desorden ordenado, buscando quitarse de encima el enervante calor de los días anteriores y parte de este que apenas se iniciaba, en el mar; porque supuestamente eran aguas limpias y frías; también se dieron cuenta que el mar se había ido calentando por la cantidad de cosas que le cae, como el cisco del carbón que vuela con el más leve viento que cruza por los cerros del  “El Ancón” y sobrepasa las primeras calles de la ciudad; la oxidación y herrumbre de los metales, todas las diferentes basuras y todos los desperdicios que la ciudad produce terminan arrojados al mar, creando mantos de espeso sedimentos en el limo y en la superficie, asfixiando los arrecifes, ahogando los corales y las plantas, la vegetación marina, no dejándola transpirar, oxigenarse para vivir.   

Nadie quería mirar lo que debía mirar; ni que le dijeran lo que ya sabía; sino que buscaba con su actitud evadir, salvarse de la responsabilidad que le competía a cada uno, intentando dejarse llevar por la ola humana sin mantener, crear y fortalecer una unidad para atacar con sentido de pertenencia los mismos problemas que tarde o temprano los van a tocar.

Les dije a mis amigos, a la patota, que entonces nos fuéramos a bordear los acantilados de los cerros del “Mar de Pescadito”, buscando las pequeñas caletas de las playitas, y ellos se crisparon, al recordar que fue allí donde encontraron los cadáveres descuartizados de aquella pareja de amantes que creyó que al alejarse del tumulto, del condumio bullanguero, de las miradas reprochantes, de los incapaces, de los morbosos, iban a estar solos y tranquilos, pero no. Lo que encontraron allí fue la muerte y terminaron engrosando la amplia lista, las estadísticas sobre la inseguridad de la ciudad, junto a la cantidad de cadáveres anónimos que permanecen boyando, flotando alrededor o intercalados en los desperdicios por los lados del famoso boquete en el cerro del basural “El Boquerón”, o aparecían por ahí, cuando uno menos lo pensaba, cuando menos uno se lo imaginaba como navegantes solitarios, llenos de bolsas plásticas, conchas de naranja y papelitos de colores como guirnaldas hacía las orillas de las bahías de Taganga, Nehuange, o Playa Blanca. 

Entonces, “El Dizzy” gritó que para dónde era que íbamos a coger, si no se podía ir a ninguna parte y se puso a inflar sus cachetes hasta taparse los ojos, como sapo en tomatera. Me di cuenta que nadie quiso pararle bolas o que en los últimos minutos todos se estaban asustando, aculillando por las cosas que estaban sucediendo. No dije nada, sino que me puse a pensar que ellos posiblemente tenían razón, pero que tampoco era para tanto. Y preocupado comencé nervioso a apretar y a mover como una bola de masa de maíz, intentando volver más redonda la “bola’e’trapo”, al pasármela de una mano a otra, pero en el fondo eso también mostraba, dejaba entrever mi estado de ansiedad o el nerviosismo que ya estaba invadiéndome. 

Mientras eso pasaba con nosotros, con aquellos que estaban agitados, embutidos, encaramitados uno contra otros en los pocos metros de oscura playa, era distinto. Ellos fueron perdiendo la cordura, estabilidad, seguridad; digamos, perdiendo los estribos entre ellos mismos, como si todo fuera intencional, premeditado y no una causalidad, una respuesta de la naturaleza. Fue cuando se sintieron desprotegidos, desamparados, y al verse así, como si fueran una “cosa”, arremetieron por  sectores, a agredirse unos contra otros, sin pensarlo dos veces.

Comenzaron con esas agudas miradas que se da la gente cuando por cualquier cosa no gusta de la otra, por haberle pisado un pie, un dedo de la mano, la punta de una toalla, el juguete del niño, un leve empujón en la aglomeración, entre el gentío; y cortas, pero hirientes y violentas palabras brotaron al unísono en simples reclamos, y que como perros azuzados dejaron entrever sus dientes, y su ansiedad paranoica los fue conduciendo, sin miramientos, ni excusas, hasta encontrarse piel a piel, chocar, hasta agredirse salvajemente. 

No quise decir nada, ni insinuar algo que nos llevara hasta esos extremos, no sólo por pelear los espacios a quien tiene la pelota, a quien le toca la siguiente jugada, sino al terrible y sofocante calor, la alta temperatura que nos acecha, que nos caza hasta cubrirnos, llevándonos al límite, como a ellos, para que nos enfrentemos y nos hagamos daño.

¡No! No creo que vayamos a llegar hasta allí, y tengamos que separarnos, nos toque coger a cada uno por su lado en busca de un lugar de reposo, o como último refugio nos escondamos en medio de los inmensos bloques de hielo que venden para hacer raspado y el agua de panela con limón, que ya comenzaron a ser acaparados por quienes empezaban a sufrir del calor al dañárseles los sistemas de aire acondicionado, los abanicos de techo, de pared, de mesa, hasta los tradicionales abanicos de hojas de iraca. 

“La patota”, ante el silencio que nos cruzó, que nos colocó por algunos momentos frente a frente, con la mirada escudriñante, repasánte sobre cada uno de nosotros, buscando el más insignificante detalle, una mirada hostil, de desaire, hasta suspicaz como la de aquel profesor de álgebra (chiquito, nariz aplastá de boxeador, corte de pelo militar a ras de cogote, esa piel color cascara de plátano maduro) cuando los días lunes, después de haber pasado un fin de semana festivo, para justificar su autoridad y presencia en clase, su incapacidad ni preparación académica, su alcoholismo, nos hacia aquellos famosos “Quizz” en busca de un supuesto respeto, y nosotros para “japearlo” nos burlábamos de él, antes que llegara a dictar clases, escribiendo en el tablero la palabra “hip-hip-hip”, saliendo de una botella de ron, de su guayabo, hasta del oloroso perfume a licor. 

Viendo que las cosas no cambiarían ante tanta gente tirada en la playa y sus fricciones donde a cada momento se iban dando más problemas, ni nosotros tampoco lograríamos echar el partido de futbolito por el lleno y  tumultuoso  grupo de personas enardecidas que ocupaban todo lo largo de la playa, les dije que la única oportunidad que teníamos para estar tranquilos era que nos fuéramos nadando hasta la “boya” del puerto y nos quedáramos allí para bañarnos, y la usáramos como trampolín para tirarnos desde la torreta de la lámpara de prevención. Ahí fue Troya.  El Dizzy fue el primero en chistar, diciendo que eso era muy lejos y allí el mar era profundo. Que mejor nos regresáramos para el campo de la Castellana y jugáramos allí el partido. Reconociendo que el “cachetón” ese podría tener razón, también pensé que no la tendría, ya que así como había tanto sol y calor por estos lados de la playa, en ese amplio playón pelao de la Castellana también lo tendríamos que soportar. Al Charlie P., y al Cami, que siempre nada de lo que se decida le importa un rábano, fuera a donde fuera ellos iban; aunque la cara del Carlos A. era una valla, un aviso indescifrable por las tantas muecas y reacciones que hacía cada vez al escuchar los cambios de planes que a cada minuto se iban dando. Como yo era quien me había quedado con la bola de trapo, insistí con vehemencia en que nos fuéramos para la Castellana. Así nos olvidaríamos del descargue de petróleo sobre las aguas del mar, de la esparcida del cisco del carbón que volaba y caía por toda la playa, de las aguas negras y servidas que descargan en el mar, y hasta la presencia en estos días del fuerte calor que antecede a los temblores, según los viejos, está ahí. Y el grupo pendejeando tanto, por a o por b, que me puse a pensar que era mejor irnos a oír música en el sardinel de la esquina del “Tumbao Mayor”. Ahí sí que ponen a sonar las congas y los bongoes. El repique del viejo Ray Barreto, del “Mongo”, del Giovanni lo hacen volver a uno a los tiempos, al recuerdo de África mía con todos esos sonidos de manos que percuten sobre los cueros. Hay que escuchar esos repiques y el pan-pan-pan. Pero entonces les dije que, más bien les hice ver que debíamos devolvernos por otro lado, tomar otro camino sin pasar por los viejos talleres del ferrocarril, sin hacerles algún comentario ligero sobre que podíamos quedarnos un rato en la esquina del “Tumbao Mayor” para escuchar el pregón salsero. Al adelantarme un poco me detuve y les sugerí con un gesto corporal para que me siguieran, o se quedaban ahí entreverados en ese apelmazamiento humano. Ellos incapaz de moverse, sin percatarse todavía de que en la playa era imposible estar, o de continuar, de que cualquier mínimo espacio de playa ya estaba ocupado por esa cantidad de leones marinos, que pelear para ellos era lo próximo, lo más seguro a suceder, parecían estar perdidos en la vasta llanura desértica de la alta guajira. Se veían como evaporados, reverberantes en el espacio, como si esos cuerpos etéreos estuvieran realizando lentos movimientos y falsearan sus propias perspectiva, dotados de algún sortilegio más que mágico entre las aguas y charcos que deja la pleamar por los lados de la llamada “Casa de la Aduana”.       

En el camino de regreso, mientras esperaba, los veía llegar uno a uno en esa forma, saltando sin tocar el suelo, casi como si estuvieran jugando al borde de mis sueños, navegando por los aires entre la violenta turbamulta de la playa, avanzando en fila india, con los movimientos zigzagueantes de un ciempiés evanescente. Por instantes se me vino a la cabeza algo que nunca creí sucedería y posiblemente ya estaba sucediendo, era que estábamos huyendo, que escapábamos de algo, no solo de ese magma en permanente ebullición en la playa, de los tantos y agresivos gruñidos en cada centímetro de la melcocha oscura en que se convirtió la arena donde están posados, tirados a la espera para evitar en cada zambullida en el mar cargado con sus manchas de petróleo un poco del sofocante calor, tal vez en el fondo sea cierto, aunque comprendí que eso no debía estar pasando. Y no sólo podría estar pasando en mí; sino en ellos también estaría sucediendo, donde todo podría ser producto del intenso y canicular sol de estos días, con el permanente presentir temblar la tierra bajo las plantas de mis pies.  

En la “Calle Cangrejal”, como quien fuera hacia la antigua estación de trenes nos devolvimos al notar un nuevo tumulto que iba y venía en grandes marejadas por las calles y callejones contiguos a la vieja estación. Fuimos absorbidos rápidamente por una parte de las columnas y cambiamos de rumbo buscando la carri-lera del tren y la calle alterna, la del Comercio. No sabíamos por qué corríamos, ni cuál era el motivo de tanto alboroto, pero ahí íbamos metidos, entreverados en medio del tropel. De pronto, en esa alteración y sofoco de las cosas sentimos, nos llegaban los cantos y gritos emitidos, como el japeo lanzado por los baquianos cuando harrean los hatos en las grandes praderas y campos ganaderos. El guepajé y el “ejuuuyeee”, “arre toro”, “eh torito mío”, se escucharon cerca a nosotros que decidimos, de una, su-birnos en las primeras ventanas que aparecieron a la vista. Desde esa altura comenzamos a ver a la gente, un grueso de ella, echar para un lado y otra haciendo ir hacia otro lado un inmenso toro cenizo y arisco, de un abierto y amplio astado, digamos, grande, de una alzada descomunal, que corría altivo y nervioso en medio de la gritería para cualquier lugar como si lo hubieran tirado al coso popular en una bullanguera plaza de corraleja. Corría brioso, asustado, tembloroso. Levantaba a cada momento su alto morro blancuzco como si quisiera ampliar ante sus enemigos su verdadera altura, y con sus grandes ojos brillantes desidia tirar para donde menos uno se lo imaginaba, y la gente novelera, en pleno zafarrancho, lo seguía azuzando, impacientándolo. El animal parece se había escapado de algún corral cercano al puerto donde los hacinan a la intemperie para después despacharlos en los barcos cargueros hacia el exterior. Detenido, golpeando con sus amplias pezuñas el barro seco y rojizo, mostraba en sacudidas el poderoso astado mientras bufa, resoplando como una vieja máquina de tren. La gente, el tumulto ensordecedor lo llevaba, en su desespero por escapar, en la mirada. Así como tomaba para arriba o para un lado con sus orejas levantadas la turba lo seguía; en el fondo no se sabía para qué, si era para regresarlo a los corrales o retenerlo para que no fuera a hacer daño. En ese afán permanente, en el japear constante, en los quites manteros, los gritos se fueron volviendo más insistentes y violentos, crecían con un fin determinado. Su alta blancura ceniza, nerviosa, guiada por las finas y poderosas puntas de su astado, corría altiva hacia la gente apostada en la avenida “Campo Serrano” y la rechifla lo seguía con su zumbido de paraco alborotado; nosotros también, no sólo por curiosidad sino con aquel deseo escondido y morboso de que algo pasara, de que algo sucediera o se diera el final menos esperado. 

Al enfrentarse con una mayor algarabía antes de llegar a la avenida, encontró a otra gente que con una decisión escondida y premeditada en sus gestos lo estaba esperando. El animal en vez de seguir derecho para romper esa cerca humana que lo intentaba aguantar, que le obstruía su libertad a como diera lugar, lo que hizo fue detenerse y levantar su tremendo astado, ese par de inmensos pitones soportados por un grueso morro al final, detrás de su gran cabeza, encima de su grueso cuello, tal vez buscando desafiar con coraje a la multitud, mostrando su lucha, sus deseos de vivir. En un momento de expectante silencio se escuchó el profundo resoplido del vaporoso respirar y el rodar de las espumosas babas sobre su amplio y robusto pecho; entonces, en el instante menos esperado, ante esa multitud enervada, se alzó sobre sus patas traseras como si fuera un gesto, un desafío, una última decisión de vida, y cuando bajó todo su peso, cayó, regresando al barro seco sus abiertas pezuñas que levantaron pequeñas nubes de polvo; así mismo como cayó tiró con fuerza hacia la derecha, avenida abajo, como si ese fuera su designio, lanzarse en plena lucha, hacia la oscuridad de las cosas. Al hacerlo para allá muchos de los enardecidos que lo habían venido siguiendo, entre ellos, principalmente los encarnizados azuzadores de miradas torvas y hambrientas, marcaron sus pasos detrás de él, y uno que otro despistado, ciegos seguidores de la manada. Al notar su ida, decidimos, ante el rumbo tomado por el inmenso toro y quienes lo perseguían, quedarnos sentados al borde del alto pretil de una de las tantas casas sin terraza bajo la escueta sombra de sus aleros para descansar del calor y el agite. El Dizzy empezó a reírse de la mucha gente que cayó al suelo y arrastraron en el afán de asustar al inmenso toro, y de aquel que corría despavorido temiendo ser pitoneado y pisoteado por el basto animal. Pero nadie allí entre tantas voces y rostros mostraba su verdadera y justa razón para japear y perseguir al animal; en cambio los que habían llegado antes de que cayera la tarde traían su afán escondido, determinado. El animal encontró un campo libre, abierto en la solitaria avenida hacia el norte, el final, entre los endebles y maltrechos caseríos de los desplazados, las villasmiserias de gente invasora, perseguida, arrancados y desarraigados de sus tierras; pero altivo corría con un trote cansino, bajo un permanente y alterado bufido, con los ojos húmedos, lacrimosos, los orificios nasales abiertos y latentes a cada paso que daba, mientras por la piel cargada de babas corría, se deslizaba copiosamente el sudor, buscando como fuera, a costa de todo, su libertad. 

Ahí sentados, en el sardinel nos burlábamos de algunas situaciones, y nos olvidamos en esos momentos de otras como el calor y del partido de fútbol; donde las temperaturas del recio medio día habían comenzado a amainar, pero permanecían agazapadas en nuestra memoria como un febril recuerdo. Nos mirábamos, buscando justificar lo acontecido y ninguno dijo nada, se mantuvo un silencio innecesario, en donde cada cual, según su parecer construyó hechos que recordará en su momento, pasado el tiempo. La ciudad de hoy no era lo que ella siempre fue, hoy es una ciudad que se ha ido desdoblando, transformando a cada minuto que el sol canicular la hacía hervir y calcinaban sus tierras. Me eché hacía atrás recostándome a la cálida pared, buscando un mayor descanso, una tregua para dejar de pensar en lo que el día había presagiado, en el lento movimiento circular del viento cálido sobre las cosas inermes y el posible estremecer de la tierra, en la permanencia de las aguas sucias, pútridas; en el permanente vertedero de petróleo quemado y el diminuto cisco del carbón que volaba y caía en el mar y la bahía; el hiriente calor que inundó la mañana y en la gente que salió en busca de un desfogue en la playa, mientras intentábamos buscar un lugar para jugar sin poder hacerlo. En vista de lo había sucedido y ante la modorra del silencio que se instalaba entre nosotros, Carlos A. gritó, “es mejor que tomemos cada uno su rumbo y cada uno para su casa”; cuando quisimos levantarnos, como aceptando su sugerencia, el gentío novelero que hacía unos pocos minutos habíamos visto pasar, seguir a los que perseguían ávidamente al toro, regresaban espantados, con más alboroto, con más algarabía que la creada cuando el animal se salió de los corrales y comenzaron a japearlo en pleno desorden, entonces fue cuando los vimos llegar, avanzar, ahí mismo, frente a nuestros asombrados ojos, entre gritos y voces duras y violentas, a la portentosa y nívea cabeza sangrante con el inmenso y amplio astado,  galopando ahora sobre la espalda de uno de los tantos  perseguidores, y los otros, detrás de ellos, abriéndose paso, conduciendo como fuere entre el gentío alborotado el resto de las partes desgarradas y descuartizadas del animal.       

1 comentario:

Unknown dijo...

Gracias Juan Carlos Céspedes Poeta Acosta, por todos cuantos hemos recibido de tu generosidad, espacio en las páginas de La Urraka de Siddartha. Y, en particular, por darnos ocasión de leer este Cuento sorprendente.
Su autor tiene tal soberbio manejo de la descriptiva que nos avienta al mundo mágico de donde su prosa obtiene el caldo donde cultiva sus imágenes, en un estilo sencillo, pero cargado de emocionales perspectivas humanas. Casi vivimos el pánico del terremoto; y lloramos con ese final desgarrador del toro descuartizado. Pero, más allá de eso, sentimos la ansiedad inocente de los niños, un tanto al margen del drama, buscando un rinconcito en la propia tierra donde liberar sus ansías de jugar un partido de futbol.
No nos atrevemos a incursionar en un análisis sociológico del texto, o internarnos en busca de los profundos laberintos (cuasi mágicos) por donde el escritor se desplaza tocando el corazón de lo íntimo social; ni -mucho menos- pretender descifrar los secretos estímulos que le condujeron a la estructura potencialmente humanística de su Cuento. Pero, si --¡Por Favor!- exprésale al respetado escritor: Gustavo R. Cogollo B., nuestro agradecimiento por publicar el cuento, sobre el que diremos, apenas, que mucho hace no leíamos algo tan denso, bien trabajado, con planos recurrentes insertos en esa clase de literatura que se aproxima a lo impecable, infinito en su estructura y, sobre todo: ¡Hermoso, pleno, inobjetable, vívido!
Mil Gracias, Juan Carlos por permitirnos a tus lejanos amigos en todas partes, expresar nuestros puntos de vista sobre lo que tus colaboradores publican en las Páginas de tu Urraka que, por sus trinos, más bien parece un jilguero. Un cordial abrazo fraternal, afectuoso, puro desde lo hondo del corazón.
Atendiendo la necesidad de identificar nuestro comentario, mi identidad es: Eleazar Espinoza Hernández.