Pedro Linares Domínguez
Según esto, hay envidia de la buena. Puede, entonces, haber fetichismo del
bueno.
Si bien el fetichismo es la devoción hacia objetos materiales, a los que se ha denominado fetiches, y representa una forma de creencia o práctica religiosa en la cual se considera que dichos objetos poseen poderes mágicos o sobrenaturales y que protegen al portador o a los creyentes de las fuerzas naturales, como una suerte de amuleto, digámoslo así, hay también una forma de fetichismo, si bien no exento de magia, que —a mi entender— es una práctica sana, porque se da entre enamorados. Pero antes hablaré del fetiche sexual. Es un término que fue creado por Sigmund Freud para designar una parafilia que consiste en tener alguna parte del cuerpo humano, una prenda o cualquier otro objeto como estímulo sexual que provoca deseo y excitación. En cualquiera de estos casos el fetichismo adquiere connotaciones negativas, y en algunos casos, diríamos, que hasta patológicas.
Pero debe haber un fetichismo sano.
Era yo apenas un niño cuando escuché la historia en boca de uno de mis primos. Él era marinero. Había estudiado en Alvarado, y al terminar sus estudios tuvo que partir, y navegó por el mundo, y vaya usted a saber por qué motivo olvidó una maleta de ropa en la pensión. Con el tiempo sus padres fueron a rescatar sus cosas y a saldar algunas cuentas, y escucharon conmovidos la historia de la hija de la dueña de la pensión. Según todos los síntomas la chica estaba perdidamente enamorada de él, pues cuando descubrió la maleta olvidada, sacó toda la ropa y la lavó y planchó con esmero, y la dobló nuevamente y la guardó en la maleta, y así lo hizo periódicamente hasta que mis tíos volvieron y encontraron la ropa intacta, limpia y planchada y perfumada con un suave aroma de lavanda. Que yo sepa nunca anduvieron de novios, y de no haber mediado el hecho fortuito de la pérdida de la maleta, nadie se hubiera enterado de este amor inconfesado, sublime y puro.
No hace mucho, mi hija me comentó que habían subastado en Nueva York un manuscrito nada menos que en la cantidad de dos millones de dólares. ¡Santo cielo, pero quién puede pagar tanto por un manuscrito! Mi hija me dejó atónitocon un argumento inapelable:
—¡Lo escribió William Faulkner!
No era un simple manuscrito. Se trataba del original de uno de los más bellos y profundos discursos de aceptación del premio Nobel de Literatura. William Faulkner lo había escrito unos días antes de salir para Noruega, donde le entregaron el galardón en 1950 por su “poderosa y artística contribución única a la novela moderna estadounidense”, según destacó la academia sueca. El discurso es una inigualable pieza de oratoria. Posiblemente sea el más hermoso discurso que jamás se ha escrito, y lo escribió el que probablemente sea uno de los más grandes escritores de la literatura universal. Con todo, no dejó de parecerme exagerado pagar dos millones de dólares por unas hojas amarillentas escritas a máquina, y se lo hice saber a mi hija.
—¡Pero tiene correcciones de su puño y letra! —dijo ella.
—¿Qué tiene de particular?
Entonces mi hija, desbordando entusiasmo, remató:
—¿No te das cuenta? ¡Lo tuvo entre sus manos!
Sobra decir que es grande la admiración que mi hija siente por este gigante
de las letras.
Como último ejemplo diré que no hace mucho estuve en la casa de una joven y hermosa mujer que guarda aún, con paciente e inquebrantable amor, los libros y libretas que un antiguo novio le regaló hace tantos años.
A esto me refiero cuando afirmo que hay, debe haber, en algunos seres únicos e irrepetibles, alguna forma de fetichismo sano, amoroso, dulce e inalterable. No sé, acaso un niño que escuchando la historia de su primo y la maleta olvidada, en lo más profundo de su ser siempre deseó inspirar un amor tan limpio y transparente como el de aquella joven olvidada en la bruma de los años; y una mujer llena de gracias y cualidades, dulce y candorosa, de piel morena, ojos hermosos y gesto encantador, capaz, no solo de inspirar la más profunda ternura sino también de prodigarla sin reservas a través de todos susactos... Quedarán entonces en buenas manos, un enigmático rey de cristal y una blanca filipina llena de significados y un eterno amor más allá del tiempo, la imposibilidad y la distancia.
Escritor Pedro Linares Domínguez (Mexico)
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