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Mujeres trabajando
Autor: Yemba Bissyende
Técnica: Batik
Medidas: 40 cm x 1m 30 cm

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sábado, 27 de febrero de 2016

El cuento en La Urraka

                                    Por un oficio perfecto

 Por Jorge Dávila González

Después de pasar con diligencia un trapo húmedo a la opaca carrocería, Nicomedes sube al  Swift. Mientras limpia el interior entona a capela Pero déjenlo que cante, déjenlo que alegre, déjenlo que turbe el silencio e´ la montaña. Agarra el atomizador y lo aprieta varias veces hasta que el moho de la sucia cojinería cede ante el aroma a lavanda. Saca de su camisa un papel plastificado que sujeta con un gancho de ropa en el parasol del copiloto. Luego llama a gritos a Socorro, quien está en la cocina, hasta conseguir que la mujer devuelva el trapero al balde y suba al asiento trasero, algo malhumorada.

—¿Qué quieres ahora?
—¿Cómo se ve? –le señala la lámina en el parasol mientras sonríe satisfecho.
—Horrible.
—¿Qué es horrible? –la mira serio por el retrovisor.
—¿Para qué poner tu nombre… y qué más dice ahí…“contador”?
—Sí, “contador” –sonríe otra vez.
—¿Para qué quieres que la gente crea que eres contador, Nicomedes? Todo el mundo en Turbaco sabe a lo que te dedicas.
—Esto es para Cartagena, Socorro. Acá no hay problemas con la policía. En cambio allá abajo la cosa es distinta, y más en un día como hoy.
—¿Qué locura estarás pensando hacer ahora, Nicomedes? –le dice Socorro en tono acusador—. Si está así de feo, entonces quédate en Turbaco.
—¡No, señora! Tú sabes que hoy es cuando más plata me cae. No sé tú, pero mañana sábado me quiero tomar un buen trifásico –Nicomedes se enjuga los labios y frota sus manos como anticipando un triunfo.

La mujer niega con la cabeza, le recrimina por sacarla de sus oficios para tal trivialidad y sale del auto.

—¿Qué es lo horrible? –le pregunta a medio camino de la casa.
—El ganchito ese –responde ella sin voltearse.
—¡Así se queda!

La mujer se encoje de hombros y entra a la casa. Nicomedes gira la llave y el motor inicia el ruido que despierta a algún vecino que a las seis y cuarenta y cinco aún duerme. Se persigna, y antes de partir suena la bocina dos veces con la vista hacia la casa, sin importarle que en la puerta aparezca o no su mujer para despedirse.

Cuando llega a la entrada de la ciudad, recoge a una mujer que se alegra apenas ve el auto vacío. 

—Buenos días, señor, ¡ay, gracias a Dios! –dice aliviada, al sentarse a su lado. La ciudad es un caos los dos viernes al mes en que se prohíbe que circulen motocicletas. En las horas pico aumenta la tensión, pues los buses se abstienen de recoger pasajeros por ir repletos, y los taxis no dan abasto.
—Buenos días –responde Nicomedes–. Hoy el pasaje vale cuatro mil.
—¡¿Cómo así, señor?! –le recrimina la mujer.
—Así como lo oye, doña –reafirma él, confiado.
–¡Cómo se aprovechan de la necesidad de uno! –dice al negar con la cabeza. Luego añade como para sí: Esto es un abuso, y extiende unos billetes al conductor, quien los recibe sin despegar los ojos de la vía, y sin dejar de cantar Pero déjenlo que cante, déjenlo que alegre, déjenlo que turbe el silencio e´ la montaña. 

Más adelante, un grupo de cinco personas agita sus manos con desespero; Nicomedes detiene el Swift unos metros antes porque sabe que el número excede el cupo, y en un día como hoy son comunes las riñas por subir a un colectivo, así sea uno viejo. Sin embargo, los cinco corren como si compitieran entre sí. Al final una de las mujeres sale con “primero las damas” y los dos sujetos dejan que sean las tres mujeres quienes suban.

Apenas entraron, Nicomedes les dijo el valor del pasaje y tan pronto se quejó la primera, se detuvo para que bajaran quienes estuvieran en desacuerdo. Ninguna lo hizo y el hombre hubo completado el monto de su primera carrera hacia el centro de la ciudad. Se enjugó los labios al contar los billetes, el día iba tal y como lo pensó, y continuaría así hasta caer la tarde porque el plan que ideó era perfecto, y estaba seguro que a ningún otro se le había ocurrido.

Las mujeres hablaban entre sí sobre lo absurdo del viernes sin moto, pues en vez de contribuir a que el tráfico fluyera más, en realidad acababa por crear trancones provocados por la lentitud de los buses en su afán de recoger el mayor número de pasajeros.

—Bueno, señoras –interrumpe Nicomedes—, la policía está haciendo controles contra los colectivos, así que aquí están mis datos –señala la lámina con el ganchito de ropa; –grábenselos! –se criticó por sonar autoritario, pero rápidamente se justificó en que no  permitiría a nadie dañarle su plan. Al  mirar a las pasajeras por el retrovisor y se percata del desconcierto con que se miran entre sí. Nota que las orejas se le calientan, respira hondo, relaja los hombros, y se dirige a ellas, intemperante:

—Señoras, ustedes deben agradecernos a nosotros los carros particulares, porque en un día como hoy les resolvamos el problema de llegar a sus trabajos y demás…
—Es verdad señor  —interrumpe la que va a su lado—; pero ¿cómo así que memoricemos sus datos? ¡No sea ridículo!
—Así es –agrega una de las de atrás, –¡deje la pendejada que esto no es colegio!

Al notar Nicomedes que el ambiente se torna tenso, -ahora susurran entre sí-, disminuye la velocidad, da un suspiro, hace un esfuerzo por sonar amable, y les dice:

—Señoritas, les pido que se tranquilicen. Está bien, está bien… disculpen si las ofendí.

Aquello fue suficiente para que todas hicieran silencio, luego les explica su plan con la misma afabilidad: son compañeros de oficina, y él, como buen compañero, les da el chance cada día. Como no lo conocen, ha puesto la pequeña lámina en el parasol con sus datos, los cuales deben retenerlos por si algún policía los detiene, Pues como saben, les dice, Es ilegal…
—…Hacer colectivos –interrumpe otra de las de atrás.

Pronto percibió que había logrado aplacar los ánimos de las pasajeras, pues ninguna volvió a chistar cuando él terminó de hablar, por lo que volvió enérgico a preguntar a cada una su nombre, él los memorizó, y luego les indicó las ocupaciones que debían decir. Una de ellas, la que nunca hablaba, apuntó en un papel lo que le correspondía memorizar.

Durante el trayecto pequeños grupos agitaban sus manos al desvencijado auto. En una ocasión el hombre dijo a sus pasajeras, esta vez con prepotencia:

—Miren la agonía de esa gente, y ustedes quejándose por los cuatro mil.

Las de atrás intercambiaron miradas de desconcierto.
Al rato, el hombre retiró la lámina del parasol y la guardó en el bolsillo de su camisa. Después le habló a quien iba a su lado:
—Laura, tu profesión, mi nombre y mi profesión –su tono había vuelto a ser autoritario.
—Secretaria, usted es Nicomedes Obeso, contador –respondió con la cabeza vuelta hacia la derecha, buscando la mirada de la mujer justo detrás de ella.
—¿Y dónde trabajamos todos? –preguntó la auxiliar contable, sentada en el medio del asiento trasero.
—Bueno… en un bufete de abogados –titubeó Nicomedes —… J y D Asociados, digamos –se reprochó por omitir ese dato en su plan. 

Continuó preguntando a las otras hasta llegar a Camila, quien olvidó por un momento su propia ocupación, y debió volver al pedazo de papel. Entonces Nicomedes se llenó de ira y detuvo el auto abruptamente, provocando un trancón. En medio del barullo de las bocinas, el hombre se volteó hacia la mujer y le dijo ¡Si no está dispuesta a colaborar, se me baja ya!, Camila negó rápido con la cabeza mientras repetía con los ojos cerrados y en voz baja los datos apuntados. El hombre mantuvo el auto detenido hasta que la mujer dijo, con los ojos aún cerrados y la voz entrecortada:
—Nicomedes Obeso… contador… yo soy marquetinera… y publicista.
—¡Dígalo con los ojos abiertos, señorita! –su voz había mutado a la locura.
—¡Por favor, no la torture más, señor! –protestó la auxiliar contable—; ¿no oye el trancón que tiene detrás?

Él sigue viendo a Camila por unos segundos, con los ojos abiertos y la frente arrugada; suspira con decepción y pone el auto en marcha. Confía en que la policía no aparecerá hasta dentro de dos horas y que, por tanto, la memoria de Camila no es una amenaza. Al rato señala con el dedo a otro grupo de manos inquietas bajo un paradero. A ninguna parece importarle, aunque Luisa, la auxiliar, abre las fosas nasales y aprieta la mandíbula.

Cuando van por una curva, ocurre lo que Nicomedes temía. Sintió el impulso de frenar para repasar los nombres y las ocupaciones, para asegurarse de que Camila lo hiciera bien una vez más; pero no, cualquier conducta fuera de lugar, encendería las alarmas de los dos agentes de policía apostados al final de la curva, con sus libretas de multas bajo el brazo y una grúa en espera. Nunca, en los diez meses que llevaba en este oficio se había topado a esa hora con un retén. Los agentes le indican que aparque entre los conos, Nicomedes traga seco y obedece. Un policía se acerca a la ventanilla, él no espera a que hable cuando ya le tiene los papeles del vehículo. El agente los examina, los guarda en su chaleco y le dice:
—Usted sabe que es ilegal hacer colectivo…
—Señor agente, le aclaro que ellas son compañeras de trabajo –se admira de la seguridad con que lo dijo.

El otro suelta una carcajada y en tono irónico responde:
—Ah ¿sí? ¿de qué empresa?
—J y D Asociados, responde Nicomedes y comienza a recitar nombres y oficios de sus acompañantes. Cada vez que terminó con una pasajera, el policía usó un tono burlón para decirle “¿Verdad?”
 
Las pasajeras mantenían la cabeza baja, excepto Luisa, quien miraba al agente y en ocasiones imitó involuntariamente la expresión burlona con que aquel preguntaba “¿verdad?”. Nicomedes reservó para el final su cargo, a lo que el otro respondió con varias carcajadas que se duplicaron cuando el segundo policía oyó de su compañero “¡Imagínate: contador!”
 
Nicomedes no entendía de qué se reían; en su plan todas las piezas encajaban, las muchachas habían colaborado, y él no olvidó ni un detalle. Tampoco entendía cómo es que su Swift rojo mate estaba en un celular que el policía le mostraba sin parar de reír, mientras el otro hacía señas a la grúa para que enganchara el auto que le daría para tomarse un buen trifásico.

2 comentarios:

NO dijo...

Querido poeta, Juan. Me encontré de casualidad con la publicación en el blog de otro poeta amigo. Qué dicha me causa la sorpresa, hombre, muchas gracias por el honor de ser publicado en tu revista!

SANDERS LOIS LOZANO SOLANO dijo...

Buen cuento. Me gusta el lenguaje que usas, muy criollo, muy local pero sin ser chavacan (no sé si esta bien escrito) y eso hay que rescatarlo. Solo le cambiaría el titulo.

Un abrazo.

SANDERS.