UN MUERTO EN LA NEVERA
Por Fires Parra
La chiva ascendía penosamente la cuesta, y en cada curva resoplaba como si fuera a devolverse; mas no, su potente motor la impulsaba lentamente, pero de manera segura.
Después de sobrepasar la última pendiente y torcer a la derecha en el también recodo final, apareció el pueblecito de casas blancas, la mayoría de madera, que en forma graciosa simulaban una larga escalinata, pues sus aceras estaban una detrás de la otra a un nivel progresivamente superior.
El frío de este lugar calaba los huesos. Por eso su nombre.
Llegar a la placita central -la única- y observar una multitud de personas, corriendo unas, gritando otras, fue una sola cosa.
En medio del gentío se hallaba, tendido en el suelo, boca arriba con el corazón partido, el muchacho más apetecido por las niñas del pueblo: Juan Carlos Jara. ¿Por qué era tan querido por las muchachas? Por buen mozo: alto, rubio, bien plantado y con unos inmensos ojos azules.
Su agresor, un tal Isaías Perdomo, había huido.
El pobre Isaías, en cambio, era un mestizo nativo del pueblo. Un hombre del montón dizque con ancestro indio que tuvo la suerte -buena o mala- de conocer a Marisol y flecharla más con su capacidad de trabajo que con su apariencia física.
Mary, como todos la llamaban, era también del pueblo y se destacaba por ser una mulata encantadora, con rostro y figura bien delineados. Ahora estaba en embarazo y próxima a dar a luz.
Dicen que agresor y agredido eran amigos íntimos; dicen que hasta compadres dizque iban a ser. Dicen que…bueno, la gente dice ¡tantas cosas!
Isaías huyó solo. Su mujer no lo acompañó, porque minutos después de aquella tragedia, en medio de un inexplicable llanto, dio a luz.
Fue un niño hermoso: blanco, rubio y con unos inmensos ojos azules.
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