UNA CRÓNICA ROJA
Por Sanders Lois Lozano Solano
Era como un día cualquiera en el centro de la ciudad. La noche llegaba más fría que de costumbre después de un día anormalmente caluroso en una ciudad tan fría y monótona como sus habitantes, que deambulan con sus paraguas, ajenos de las tragedias de los demás, sumidos en sus propios afanes, mientras desde la altura vertiginosa de los edificios otros trabajan para hacer más dinero para los ricos.
Desde esa altura privilegiada Juanita Jaimes podía ver todo lo que pasaba en aquel callejón oscuro, donde abundaban las putas, que no solo vendían placer sino también droga barata y orgasmos fingidos a cualquiera que estuviera dispuesto a pagar y a arriesgarse. Desde el séptimo piso, a Juanita, la secretaria de una oficina abogados de dudosa reputación, le gustaba presenciar esos polvos rápidos y violentos de los clientes libidinosos. A ella le gustaba mirar esas pequeñas trifulcas sexuales, le gustaba imaginarse las voces, las palabras vulgares y hasta los olores. No era muy estudiada; la palabra "voyeur" no estaba en su jerga pero ella experimentaba placer desde aquel piso séptimo, disfrutando el sexo ajeno pero alejada del peligro, por eso se quedaba a "trabajar" hasta más tarde de lo acostumbrado aunque no le pagaran extras. Y fue ese día uno de aquellos en que decidió quedarse a disfrutar de sus fantasías voyeristas.
Pedro Jota, alias El Gorro, dobló la esquina pero antes de cruzar el umbral oscuro del callejón se detuvo para inspeccionar su territorio; con la mano derecha se corrió ligeramente el gorro y con la izquierda sintió su cabeza calva. Pasó los dedos suavemente por ella hasta llegar a su ultima cicatriz, hundió sus dedos en ella y comprobó que aún le dolía al tocarla, pero era un dolor que le agradaba y que le recordaba su estatus y su poder. Volvió a ponerse su gorro y avanzó como el dueño que era de aquel antro. Al fondo lo esperaba una silueta en minifalda y escote abultado, el rojo de sus escasas ropas resaltaban con dificultad en el negro de aquel abismo citadino, pero los ojos de un delincuente se acostumbran más rápido a la oscuridad que los de los demás seres humanos. El Gorro la reconoció al instante, estaba junto al muro mugriento del callejón. Él siempre se había preguntado cómo hacían las putas para soportar el hielo de esta ciudad tan fría.
Lorena Jacobo, un nombre rimbombante para una prostituta cuarentona, era más conocida en el sector como Lady Placer. Ese fue el nombre con el que la bautizaron cuando su madre, una mujer perdida en la droga y el alcohol, la entregó siendo todavía una niña asustadiza y llorona, el día en que cumplió los 13 años; ese día la vendió al burdel de Puerto Juancho para satisfacer las exigencias de los petroleros gringos, que llegaron a esta zona con sus máquinas, sus dólares y sus lujurias reprimidas disfrazadas de buenas intenciones.
Lady Placer sabía que había llegado la hora acordada, debía ajustar cuentas y pagar los quinientos mil pesos que le debía al Gorro, el proxeneta que la esclavizaba y que siempre vestía una chaqueta de cuero negro y gorro de lana del mismo color, que usaba, no tanto para aguantar el frío o pasar desapercibido, porque para ser temido es necesario ser conocido por todos, sino para ocultar su cabeza calva llenas de cicatrices, una por cada muerto como era la costumbre al interior de su banda criminal. El Gorro y su banda dominaban todos los barrios de tolerancia de la ciudad, todos los putiaderos de mala muerte a la orilla del río y todos los callejones oscuros del centro donde no faltaban los clientes de la droga y del sexo, la mayoría oficinistas frustrados, maricas reprimidos y adictos solapados con cara de yo no fui, que de día trabajan y de noche dejan salir todos sus demonios interiores.
Ella temía las represarías del Gorro, no tenía plata, no había sido un día productivo y la noche tampoco parecía promisoria por culpa de una repentina lluvia, con granizo y todo, que aunque terminó tan rápido como había empezado espantó a los únicos clientes que había. Era un martes, un día malo para el negocio. Su única compañía era una medallita de una virgen irreconocible por lo desgastada de la imagen, que cargaba entre las tetas, porque de pequeña le enseñaron que el que peca y reza empata y, un revolver viejo de cañón corto, el mismo que le había comprado al Gorro un mes antes por quinientos mil pesos, con la esperanza de que la protegiera de los clientes que perdían el control por obra de la droga o el alcohol o los inconformes por los servicios prestados en aquel callejón. Esa era la deuda que debía pagar aquella noche y a eso se debía su presencia un martes, pues él solo aparecía los domingos a recoger lo producido en la semana.
Ya eran las 11 de la noche, Juanita Jaimes estaba en primera fila, en la seguridad de su ventana del séptimo piso, espantando el frío con un tinto recalentado y esperando a ver qué sorpresas habría en el callejón. Al principio no pudo ver ni un alma abajo, en aquella oscuridad, y pensó que tal vez la putas habían abandonado su trabajo por culpa de la lluvia, que en esta ciudad lo arruinaba todo, cuando de pronto, vio a un hombre de chaqueta negra y gorro del mismo color que entró caminando a sus anchas, como dueño de todo el callejón; vio que mientras él caminaba iba observando en la oscuridad, como si estuviera revisando que no hubiera alguien más mientras se rascaba la cabeza por debajo de su gorro negro. Era frecuente ver personas con esas pintas en aquella zona de la ciudad pero Juanita era de imaginación fácil y pensó que podría ser un personaje importante, de esos que se visten así para que no lo reconozcan y hacer de las suyas en una noche de locura, una licencia que se dan muchos pero que en una ciudad tan mojigata como ésta pocos aceptan hacerlo con su verdadera identidad, como si la moral de una persona fuera inmune a la corrupción con solo cambiarse de ropa.
El tipo del gorro se acercó demasiado a Lady Placer, de manera que fue fácil para él sentir el olor de perfume barato que, como un vapor invisible pero denso, le brotaba de sus pechos y le llegaba a su nariz de malandro. Con frecuencia las violaba, sobre todo cuando estaban recién llegadas al negocio, de esta forma las preparaba para el trabajo, pero después, cuando ya estaban produciendo, ocasionalmente las sometía al dominio del sexo para que no olvidaran quién mandaba y a quién le pertenecían, porque para él violar a una mujer significaba ejercer el grado más alto de dominación de un ser humano sobre otro y sin embargo, a pesar de ser el jefe de ese mundo, él detestaba esos olores, detestaba las mujeres y detestaba las putas más que a ninguna otra mujer, porque le recordaban a su madre y porque creía que no había nada más falso que la ilusión del placer en un orgasmo vendido. Pero en su oficio había aprendido que eran más útiles vivas y trabajando que muertas, por eso las toleraba, pero decidió retirarse un poco para evitar el olor. La miró inquisitivamente, abriéndole los ojos más de lo necesario le arqueó las cejas y le hizo una señal rápida con los dedos de la mano derecha: el gesto universal que hace la gente ruda, con las manos y con la cara, para preguntar dónde está el dinero que vienen a buscar.
Las mujeres tienen muchas formas de persuadir a cualquier hombre, pero ella sabía que aquel sujeto era muy peligroso y no tenía lo que él buscaba. Intentó explicar que el día estaba malo, que en la semana había llovido mucho, que el granizo había espantado a los clientes y que le tocó sobornar a más de un tombo para que la dejaran trabajar, pero él le respondió con un golpe en la cara, no muy duro para que no le saliera morado, porque a los clientes no les gustan las putas maltratadas, pero si lo suficiente como para hacerla perder el equilibrio y cayó sentada en el suelo frío y húmedo del callejón. Ella intentó incorporarse pero él se le tiró encima y, sujetándola con fuerza, la golpeó nuevamente y le rompió el escote con violencia buscando dinero entre sus tetas trajinadas. La medallita de la virgen salió volando como despavorida por la violencia de la búsqueda y fue a caer a una angosta zanja que llevaba el agua de lluvia hasta el sumidero de la calle.
Al ver que la mujer no tenía plata le subió la minifalda para buscar en su entrepierna y descubrió que esta vez llevaba puesto unas tangas de color negro que también rompió de un solo manotazo.
Ella Intentó nuevamente calmarlo con su cuerpo y su sexo, pero algo debió salir mal porque aquel salvaje con cada golpe que le daba se volvía más agresivo y pronto le hizo más daño de lo necesario; se abrió la bragueta y la embistió con tanta violencia que Lady Placer se retorció de dolor, la penetraba, no con lujuria sino con odio y violencia, porque él creía que la mezcla de sexo y dolor era la mejor forma de someter a las mujeres, él pensaba que ese argumento era incluso más fuerte que el de las armas y las amenazas, entonces, Lady Placer sintió que debía hacer algo para detenerlo de una vez por todas.
Juanita no pensó que aquella noche fría traería un espectáculo como ese: un tipo vestido de chaqueta negra y gorro, como intentando camuflar su identidad, pero su imaginación volaba y pensó que podría ser algunos de sus jefes o cualquier otro conocido del edificio. Se acomodó en la ventana y agudizó la vista. Al principio vio que la pareja discutía y creyó que las cosas saldrían mal, pero después el hombre del gorro y la puta se revolcaban en el suelo disfrutando de un juego de sexo y masoquismo, él le pagaba y se excitaba y la prostituta le permitía ese juego como si ella también lo disfrutara, hasta que sonó un disparo. Rápidamente Juanita se agachó para ver mejor y no ser descubierta, agudizó más su vista; ahora el hombre, que por efecto del disparo había vuelto en sí, perdió su gorro y forcejeaba con la mujer disputándole el arma que volvió a escupir un balazo que fue a dar contra las paredes, entonces, el fogonazo le permitió ver a Juanita la calva llena de cicatrices de aquel sujeto. Él logró dominar a la mujer con su fuerza y el peso de su propio cuerpo, le quitó el arma y se puso de pies apuntándole y gritándole toda clase de obscenidades.
Pedro Jota ahora tenía el arma en sus manos y estaba dispuesto a matar a una puta de su harén, pensó que ya era vieja, que era hora de jubilarla y además no le podía perdonar semejante rebelión, sería el fin de su negocio; pronto las demás harían lo propio y él sabía, más que nadie, que siempre habría alguien más fuerte, más joven, más talentoso y más malo que él dispuesto a disputarle su empresa criminal. Sin remordimiento le vacío las balas que quedaban en el arma, se acomodó la ropa, tomó el gorro del suelo y se marchó, mientras buscaba en su cabeza calva un lugar vacío para estampar en ella una nueva cicatriz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario