Bienvenidos: Revista La Urraka Internacional


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Mujeres trabajando
Autor: Yemba Bissyende
Técnica: Batik
Medidas: 40 cm x 1m 30 cm

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domingo, 8 de julio de 2012

Urrakacuento



Un delicado cerco

                                                                                         “Al sólo nacer ya te habré perdido 
                                                                                                             un poquito, pequeñita. 
                                                                                                                ¡No te impacientes! 
                                                                                                  ¡ Tu cerco es delicioso, tibio!”
                                    
                                                                                                                          Gaby Vallejo


      Hace rato que mamá venía amenazándome con escribir la carta. 
      Ella arrastraba desde  hacía muchos años una oscura enfermedad. Se perdía, decía incoherencias y se enfermaba de todo. Más de una vez pensé en internarla. Era solo una ráfaga de la cual me arrepentía de inmediato. De tan sólo pensarlo me invadía un remordimiento atroz. Mamá había dedicado sus mejores años a mí. El amor de una madre no es comparable a ninguno, es entrega, dedicación, valentía. Siempre me lo dijo. Además, lo confieso, cómo no recordar esa mano cálida, sobre mi mejilla, cuando la habitación se me inundaba de monstruos. 
      Por eso decidí seguir teniéndola en casa. Resignando mis cosas, soportándola. Me  absorbió por completo. Me cambió la vida. Como un cerco. Como un cerco que se va cerrando más y más. Su piel se llenó apresuradamente de arrugas. Sus ojos parecían empecinados en una oscura posesión. Se volvió exigente, caprichosa, mala. Me fue aplastando. Y yo todo el día pendiente de lo que pudiera pasarle en mi ausencia. Incluso de noche con el temor de que le pasara algo. Allí comencé con las pastillas para dormir. Y también con la terapia. Y con los sobresaltos.
      No era fácil salir disparada del trabajo porque mamá habló por teléfono y contó que le habían cortado las piernas, que se había despertado y estaba toda cortada y que ni siquiera se podía levantar. Y que iba a escribir la carta. 
    O cuando incendió la casa. Eso fue lo que me dijo una vez, por teléfono. Y que estaba escribiendo la carta, y el pobre de Jorge marcando con el celular el número de urgencias mientras nos vestíamos desesperados en el hotel de siempre. Fue la última vez que lo vi.
      O interrumpir mis vacaciones en Córdoba, un domingo a las siete de la mañana porque ella no había pegado un ojo en toda la noche. Que había estado escribiendo la carta. Y que incluso, ya había comprado el cianuro.
      Después vendrían los días finales del deterioro y el desgaste. De las dos. Fue el tiempo de estar siempre a su lado. Pedir licencia en el trabajo, y dedicarme por entero a ella. Era como morir un poco todas las mañanas al despertarme y ver ese rostro pálido, consumiéndose pero a la vez implacable, exigente, gris.
      Hasta que falleció. El certificado médico fue simple y contundente:  Paro cardíaco, muerte natural.
       Nada de cianuro. Y ninguna carta.
      Hoy, cuando almorcé sola por primera vez, me sentí como liberada de una carga.  Aproveché el día de sol. Fui al club, jugué al tenis  -tendré que perfeccionar mi saque, y el revés, y todo, cómo se olvida uno cuando no practica. Me bañé en la pileta, jugué con mi perro en el jardín y me entretuve con el crepúsculo.
      Entré en la cocina, lavé bien el apio, y corté en hebras la zanahoria. Le agregué rúcula y  justo cuando la estaba aderezando con sésamo, sonó el teléfono. 
      Era mamá. 
      Y volvió a amenazarme con la carta.

Escritor Raúl Barrozo (Argentina)

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