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Mujeres trabajando
Autor: Yemba Bissyende
Técnica: Batik
Medidas: 40 cm x 1m 30 cm

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lunes, 14 de noviembre de 2011

El cuento en La Urraka

RECURRENCIAS

En su vida se daba una y otra vez una tendencia recurrente. Todo lo que hacía Ambrosio creyendo que era la primera vez, al final resultaba que ya lo había hecho y olvidado. Vivía con una sensación permanente, e inexplicable, de dejá vu. Porque el problema de fondo no era el hecho de las recurrencias, sino su falta de memoria. Y, acaso lo peor, el no tener conciencia de ello. Porque Ambrosio no sabía que olvidaba, no sabía que ya había hecho lo que estaba condenado a hacer nuevamente. Lo que estaba destinado a olvidar. Era un círculo vicioso de la peor calaña.
A mí me daba mucha lástima ver su situación, entenderla, aunque no podérmela explicar. Pero ustedes comprenderán que no es fácil decirle a alguien algo que no tiene una explicación lógica en un hombre de sólo veinticinco años de edad. ¿Se trataba de una enfermedad neurológica? ¿De una demencia senil terriblemente prematura? Era obvio que Ambrosio debía ser atendido médicamente, estudiado a fondo, diagnosticado con miras a tratar de ayudársele. Sin embargo, no iba a ser yo quien lo indujera a pedir ayuda profesional. ¿Se preguntan por qué?
Me da un poco de pena confesarlo, ocurre que Ambrosio también soy yo. Cómo explicarles… Es que compartimos un mismo cuerpo pero nuestras mentes difieren de forma drástica cuando por azares que no comprendo nos toca distanciarnos y darle paso al otro… Yo tengo conciencia de esta personalidad escindida con la que convivimos –no soy tonto: he estudiado cuatro años en la universidad, leo mucho, me informo-, pero lógicamente él no se ha enterado de nada, el pobre. La naturaleza misma de su problema se lo impide.

A veces, desde una suerte de mirador virtual que no sé cómo se articula pero les garantizo que en un momento dado existe, me le quedo viendo ser como es, lo que en esencia es; actuar en la vida diaria, desenvolverse bien durante un tiempo y luego volver a enredarse en el hecho que se ha convertido en un lugar común de su existencia: la desafortunada condena esa de repetir una y otra vez tareas -unas fortuitas, otras evidentemente planeadas- que muy pronto olvidará haber acometido.

¡Pobrecito ese otro Ambrosio, tal vez un gemelo que yo iba a tener -o él a mí, según se mire-, y que por cosas de la genética, o del destino, no llegó a cuajar en dos cuerpos! Gracias a Dios el más sano he sido yo, el más inteligente, perdonen la inmodestia. Pero bueno, cómo decirles, llegó un momento en que yo no soportaba ya verlo sufrir así. Porque después de un tiempo de fingir que no pasaba nada, empezó a angustiarse. Uno se angustia a veces ante lo incomprensible, ¿saben? Frente a lo que no se puede controlar, mucho menos explicar. Y yo de verdad quería ayudarlo, necesitaba hacerlo. No sólo por él, sino también por mí. Porque ya lo suyo empezaba a afectarme. No sé cómo pero así era, y me sentía incómodo, inquieto todo el tiempo. Así es que tras mucho pensarlo decidí hacer algo al respecto. Algo drástico.

La única forma de ayudar a esa parte del Ambrosio que ambos éramos fue haciendo lo que hice, créanme. O mejor dicho, lo que intenté hacer. Así él descansaría de su angustia creciente, y yo de la mía. Por eso puse en sus bebidas esa sustancia que alguien me dijo -o lo leí en algún lado- no causaba dolor y en cambio resultaba efectivísima. Eso me dijeron, o leí en algún sitio. Perdonen si esto mismo ya lo dije, creo que sí, no me acuerdo. Ya no me acuerdo de muchas cosas, sobre todo de las más inmediatas, y a veces repito y repito lo mismo; aunque de lo más lejano sí que me acuerdo muy bien. En todo caso, ustedes perdonen, últimamente como que se me nubla la memoria y ya no distingo muy bien los tiempos de antes y los de ahora, ni los espacios que a veces parecen tiempos, ni éstos cuando se asemejan a aquéllos…

En fin, traté de quitarle la vida sí, no voy a negarlo. Con lágrimas en los ojos puse en su café matinal, en su sopa del mediodía, en su té de la cena, esa sustancia que compré. Sólo quería ayudarlo, eutanasia que le dicen. Pero fallé. Desperté en el hospital. No me han dicho quién me encontró tirado en el piso de mi casa ni cuánto tiempo había pasado así. No me explican por qué fui yo el afectado y no él. Es más, no me dan noticias de Ambrosio. No responden mis preguntas. Nada más se me quedan mirando como bicho raro, me revisan los cierres de esta especie de camisa rígida que me han puesto -¡qué desconsiderados!-, en seguida me ponen una nueva inyección de alguna vaina rara en la vena, y poco después se alejan murmurando quién sabe qué. ¿Por qué la gente será así?

¿Qué será de Ambrosio, mi hermano, mi disminuido doble? ¿Habré logrado mi propósito? ¿Se habrá ido para siempre? ¡Si así fuera, caballeros que me otorgan la venia de sus ojos y oídos, que Dios omnipotente lo tenga en su santa gloria!

Escritor y Poeta Enrique Jaramillo Levi (Panamá)

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