Ningún día sin una línea: sobre el ejercicio de recordar y escribir memorias…
Por Sergio Alzate Hoyos
Leyendo algunos escritos de ciertos personajes que paulatinamente van abandonando este mundo, retumban en mi mente algunos pensamientos. Me sorprende en sobremanera como cada día se vuelve más exigua la tradición de escribir memorias. Entiéndase memorias como un ejercicio de reciprocidad con la vida o el mismo proceso de aprehensión del mundo y de todo lo que en él existe, incluidas la idea del yo y del mundo en general. A pesar de que todos los de nuestra especie se jacten de las facultades fidedignas de la memoria, las narraciones siempre están filtradas por nuestras emociones, prejuicios y un sinfín de experiencias previas. La memoria es un terreno resbaladizo del cual fácilmente podemos caer, por lo tanto, es importante consignar en el papel lo vivido para que la desmemoria no haga lo suyo. Digamos entonces que esta nos juega trucos suspicaces y eso que llamamos realidad es tan solo un artilugio mental. La película de nuestra vida en la cual tenemos el papel protagónico y antagónico de principio a fin tiene notas de ficción que ingenuamente no percibimos.
Ahora bien, las memorias debería ser el requisito para acceder a los manjares del descanso eterno, puesto que, nuestra estadía terrenal es tan solo una pobre preparación para el viaje a las tierras del misterio. Se habla hasta la médula de proyectos de vida, como fuésemos a vivir eternamente encapsulados en cuerpo finitos. Probablemente la muerte clavaría su mirada con orgullo al percibir que sus pupilos terrenales tienen un informe detallado de lo que merece ser contado a las generaciones venideras. Quienes asumen la muerte como una posibilidad adquieren una identidad fantasmagórica, una conciencia póstuma, terminan siendo un anfibio múltiple que respira entre los vivos y los muertos entre distintas tierras como la poesía y la novela.
Hace falta gallardía para desnudar la triste realidad de los suicidios cotidianos que banalizan los recuerdos reduciéndolos a la mínima expresión. Muchas vidas son análogas a las de Sísifo que no tuvo más opción que aceptar el castigo impuesto por Zeus de arrastrar una roca en la montaña del tedio y del eterno retorno.
Después de fenecer la única forma de habitar este plano terrenal son las palabras de los que nos leen y los recuerdos de los que nos conocieron. La generación que busca resumir grandes verdades en un Twitter difícilmente va querer recapitular los hechos memorables de una vida. Esto implicaría retornar a nuestra edad más primigenia para evocar lo doloroso de crecer y asumir el vértigo de la libertad. No podemos perder de vista la sentencia de Rainer María Rilke que dice: “Y aun cuando usted se hallara en una cárcel, ¿no le quedaría todavía su infancia, esa riqueza preciosa y regia, ese camarín que guarda los tesoros del recuerdo? Vuelva su atención hacia ella…”
Lo que está claro es que la sociedad de las palabras vacías no tiene nada que decir frente a los acontecimientos que agobian al hombre. Cada vez tenemos menos palabras indelebles para asirnos a la vida. Hace algunas décadas en forma de plegaria nuestros abuelos declaraban sus últimas palabras como consigna de su paso terrenal, pero también, como brújula para los dolientes. Aquel que ha estado a merced de los años tiene bajo la mano algunas máximas para aquellos que osadamente decidimos persistir en el tiempo.
El ejercicio de remembranza necesariamente implica volver a caminar por la casa de los abuelos, sentir la caricia de la lluvia cuando jugábamos siendo niños y volvernos a embriagar con los aromas que destilaban las huertas. O cuándo ingenuamente pensábamos que la Luna nos perseguía en nuestro camino y que solo ella salía exclusivamente para alumbrar nuestros pasos. Es necesario cerrar los ojos y suspenderse en el vacío para dejarse abstraer por la fragancia del tiempo que se traslapa en mañanas de neblina y tierra mojada.
Evocar todas las edades que nos constituyen es un ritual necesario para el afán y la ansiedad que caracteriza nuestros días. El olvido camina sin tregua en medio de los senderos del recuerdo, en efecto, el poeta Neruda escribió en sus memorias: “Estas memorias o recuerdos son intermitentes y a ratos olvidadizos porque así precisamente es la vida. Muchos de mis recuerdos se han desdibujado al evocarlos, han devenido en polvo como un cristal irremediablemente herido.”
No quiero pensar en unos años cuando coger el lápiz como un ejercicio de militancia por la vida se constituya un delito de rebelión frente a la eficiencia de las máquinas. No hay nada más revolucionario qué abrir las ventanas de la imaginación para evocar las huellas del pasado y las polifonías del recuerdo. Aunque a veces, es difícil encontrar la diferencia entre el mar y el cielo, entre el viajero y el mar. Entre la realidad y lo que quiere el corazón. “Ningún día sin una línea”, escribió Plinio el viejo para referirse al pintor Apeles que cada día pintaba una línea como mínimo. El ritual de diluirse en el papel para escribir diarios es algo que se desvanece y es urgente rescatarlo...
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