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Mujeres trabajando
Autor: Yemba Bissyende
Técnica: Batik
Medidas: 40 cm x 1m 30 cm

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lunes, 28 de abril de 2014

Lo auténtico del hombre en La Urraka


Ninguna furtiva lágrima.
Otto Ricardo-Torres

A mis alumnos de Estética en Montería y, de una vez por todas, 
a ese amigo que no conozco en persona, el poeta 
Juan Carlos Céspedes Acosta.

Ayer, ya de tarde, en la cocina, mientras se preparaba la cena, de pronto le dieron ganas de llorar. Y se alegró. Hace años que no le ocurría y pensó que alguna vez es bueno llorar, sobre todo cuando ya no se está marcando tarjeta en el trabajo, sin tiempo para la familia ni para uno. 

-Sí, creo que es un privilegio poder disponer de tiempo para complacernos en sonreír, recoger por las mañanas los mangos de la huerta, ir a ver el desfile de chiritongos que entran y salen del aire sin uno saber cuándo ni cómo. … Llorar un poco no le hace mal a nadie, así sea al atardecer.

De vez en cuando, me habla de la tristeza, pero sin sentimentalismo, sino con reverencia, pues se trata –según él- de un estado de ánimo al que, a veces, se le considera sinónimo de debilidad, que amengua el vigor, la actitud firme ante la vida.  (-¡Y aunque así fuera! –dice) Con razones convincentes, habla de la importancia de conocer en persona y en acto los estados de ánimo, el mayor número posible, y no hablando sobre el llanto, por ejemplo, sino aplicándose a su realización, “con fundamento”. 

-Uno es distinto en cada estado de ánimo –murmura-. En ese desfile, uno se conoce, y si es de manera directa, mejor. La historia, escrita y de la tradición oral, está toda llena de personas que llevaron a un grado máximo su estado de ánimo dominante. Los clásicos son sobrios, incluso en las penurias; pero, en cambio, el romanticismo es un reguero de mocos. En esto, nadie está exento de haber cometido elegías, églogas, boleros, fados, cantos fúnebres, responsos, plegarias, así fuere en voz baja. Y eso, para solo hablar de uno de ellos.

El señor De Montecarlo me cita como paradigma de tristeza de buena ley el caso del viejo veterano de guerra en la novela de Mijáil Shólojov, El destino de un hombre, padre adoptivo de Vania (diminutivo de Iván, en ruso), un niño abandonado por efectos de la guerra. Toda la obra está ocupada por la voz madura del viejo veterano, Sókolov (sin duda, criptónimo de Shólojov, el autor), hablándonos desde su profunda tristeza, luego de la guerra y de haber dejado a Irina, la esposa, en aquella estación del ferrocarril, cuando se embarcaba para ir a combatir en tierras de Ucrania. No le ahorra elogios a esta obra, tan pequeña y tan grandiosa al tiempo. Sobre ella –dice- adelantó varios seminarios en universidades de Bogotá. Y es tan aguda y sostenida la tristeza en todo el libro, que parecería sugerirnos que El destino de un hombre es la aflicción.

-Pero una cosa es –se apresura a precisar-, una cosa es el abatimiento de almas enclenques, de pena fácil e incluso de pose, y otra, esta de Sókolov, veterano invicto de aquella guerra revolucionaria. Y habría un tercer caso, que es propiamente el que me interesa, el de la tristeza como mensajera de los dioses (qué tal la palabrita), dicho así porque nos llega de pronto, a palo seco, sin haberla convocado. A esta le paro bolas, es mi predilecta y le dedico siempre toda la atención, porque algo o mucho viene a decirme y yo debo prestarle atención. “Me debo a ella”, como ahora se anda diciendo.

Y prosigue: “Conozco un libro pequeño, Los dioses atómicos, del Maestro Ascendido El Morya, autor virtual de A los pies del Maestro, de Krishnamurti. Este Maestro Ascendido llama de ese modo, “dioses atómicos”, a energías que habitan en nuestros cuerpos del ser, cada una con su tarea, a manera de divinidades o ángeles de la guarda. Son especie de átomos nous, cada uno con su manantial de funciones armonizadas con las demás en cada ser. Y átomos, por supuesto, con su inteligencia superior inherente, como corresponde a todo átomo de luz que se respete. Pues, para no alargar el cuento, a eso asimilo los estados de ánimo, habitantes del cuerpo emocional, como ‘dioses atómicos’ de la energía de ese tipo, sagrarios de la alegría y la risa, de la tristeza y del llanto, del valor heroico, de la bondad solidaria, con sus matices: la dulzura, el encanto, la ternura de suaves modales, y la fe, la voluntad, la ilusión, la esperanza, la magia de la invención, de la creación, el átomo audaz de las vanguardias, el espléndido humor. Y, por supuesto, ellos distribuyen sus privilegios en distintas criaturas, pues –con excepción de Homero- no se dan todos en una sola; por eso, uno los ve manifestarse en los llamados genios de la humanidad, que no son necesaria ni únicamente los que aparecen destacados en las historias. Los toltecas lo saben y lo aplican en sus ejercicios de tensegridad y en otros más sofisticados, para provocar la emergencia de aptitudes latentes o dormidas en partes definidas del cuerpo, que los naguales conocen con exactitud.

Déjeme continuar, si le parece. Y es distinto ser educados en la memoria o lectura de los héroes, de los santos, de los prodigios de las vanguardias, de los investigadores connotados, a que uno ponga “manos a la obra”, en acto, en realización, el ‘dios atómico’ o átomo nous que suscita nuestra consideración, reclamo o simpatía, o, si se quiere, como aldabonazos de vocación o de proyecto de vida que en cada instante están tocando a la puerta de nuestra percepción interior. No sé si he logrado decir algo inteligible, ¿quisiera decírmelo, si le place?

No se me ocurre decir nada, pues no veo nada ininteligible en sus palabras. Sé que me ha estado mirando, pero con la mente, porque sus ojos, aunque lucen abiertos, no ven sino las ideas que se le van asomando en la mente. Me gusta hablar con él porque me da lección de ritmo de habla. Tengo la certidumbre de que las palabras le van llegando sin él elaborarlas, le van llegando y él las hace resonar de manera cuidadosa para hacerlas audibles. Toda la vida me gustó estar cerca de las personas maduras, ellos me protegieron en la infancia, me enseñaron con su ejemplo a desarrollar las tareas de la vida rural.

El señor De Montecarlo habla como si yo no estuviera ahí, pero es el modo de ser de los campesinos de la vereda donde nací y crecí. Se les oye al mismo tiempo hablar y callar, y en sus ritmos pausados van dejando que uno se incorpore a las palabras. Siempre que asisto a una escena de estas, me complace únicamente escuchar, y se me olvidan mis palabras, porque realmente no las necesito, el sobrio hablante las va diciendo mejor que un libro.

“…; de modo que los sentimientos que habitan en uno son como voceros de nuestro cuerpo emocional, que nutre gran parte de nuestro ser; por eso, debemos acostumbrarnos a saberlos leer. “Horacio dejó dicho en su Epístola a los Pisones que, ‘si me quieres ver llorar, debes hacerlo tú primero’ (-¿lo recuerda?-), como guía persuasiva de la importancia de vivir el poema, la escritura, el drama, la tragedia, la oda. Cuando un personaje o una imagen habla con ese calor de realidad,  son ellos los que lo tienen a uno y no uno a ellos, y discúlpeme el giro barato. …”. Afirma que, no desoyendo la tristeza, sino parándole bolas y anotando detalladamente sus cuitas, se evitó todas las entrevistas con psicólogos y psiquiatras a los que nunca acudió, pese a.. . Por donde veo con claridad el porqué de su tranquila alegría ante el inminente impulso de llorar.

… “-PERO no, joven, no resultó; a pesar de dejarme ir y quedarme a merced del sentimiento, que era –o es- una especie de tristeza larga, que diría Piero, con toda mi voluntad abandonada al designio del llanto, no salió ni una sola, furtiva ni no furtiva, lágrima. Por qué. No lo sé. Me hubiera hecho bien. Vea usted, qué cosas, con toda mi voluntad dispuesta al fluír del manso llanto, le bastó tal vez atestiguar mi voluntad de honrarlo, y se alejó el muy pillo en puntillas”. 

-Fue entonces cuando, a la vera de la lumbre de mi lámpara de alcoba, se me vinieron estas palabras, que son, sin dudarlo ni un instante, lo que aquella amago de lágrima vino a decirme. No sé si sea un atrevimiento o un enunciado retórico, pero estoy a punto de decir que el alma habla de ese modo, mediante estados de ánimo, que son siempre enjambres de mensajes, cardúmenes indiscernibles, pero, por eso mismo, tupidos de información hasta los bordes. El alma no habla en español, ni mucho menos con esos voseos al estilo de por sus frutos los conoceréis, o Juráis por Dios ta ta, si es así que Él y la Patria os lo premien, etc., sino con su lengua natural propia, la del espíritu; pero habla, y habla muy claro, a cada uno, de boca a oreja. Esa lengua es traducible a cualquiera de las que el hombre ha inventado; traducible pero con el riesgo de no atinar a decir lo que Ella realmente nos deja dicho, o –caso frecuentísimo- de ponernos a especular con basuras que nada tienen que ver con la sacra y pulcra palabra sagrada de Ella.

“-Oh, sí, el mundo arcano es un incesante surtidor de símbolos. Se asoman al mundo humano investidos de misterio, pero porque esa es su ropa natural; no vienen de lo conocido, sino de lo desconocido que podemos o que no podemos conocer. Y vienen con voluntad de transbordarse al mundo humano, de desemabarcar, librados a la voluntad y al valor del ser humano que se atreva a verlos cara a cara y a entender el mensaje que desean pasar hacia este lado. Además –y esto quiero subrayarlo-, si no son mensajes que nos traen revelaciones “del otro lado del cartel”, como suele decir el swami Osho, corresponden a traumas, frustraciones, a algún malestar no bien digerido por nuestros planos sub o inconsciente, los cuales, si les aplicamos la debida atención hermenéutica, por decirlo de este modo, también provienen para ayudarnos a conocer nuestras afecciones y hasta para liberarnos de ellas. La mente, bien usada, se presta para todo eso. Lástima que la mayoría de las veces la ocupemos apenas en lo que ya ella sabe.

Con la mirada sobre el suelo, haciendo rayas analfabetas delante de sus pies, hace intento de ver qué cara pongo, pero sesga el rostro hacia la atmósfera donde se bambolean a esta hora las copas de los árboles, en su siesta sinfónica. “Pero antes, déjeme decirle que aquello de la tarde es un símbolo vivo, nada abstracto. Los niños viven al amanecer, llevan puesta la mañana. En cambio, uno, vamos con la tarde a cuestas. Y eso acarrea tal cual momento intenso de pesadumbre. ¿Sabe usted (a usted, joven, se lo pregunto) de algún crepúsculo que no esté divulgando su natural temperamento de infinita melancolía? Y uno ni los ve, pasa de largo, como si toda aquella arquitectura de arreboles con su denso impacto, fuera cosa de ocio, producto de las puras chiripas de Dios. ¿Será que sí. No será que El Único que nunca da puntada sin dedal es Dios, La Vida, El Espíritu, La Energía, El Man Chévere, como usted desee nombrarlo? Y así, en todo. Bien mirado, el universo es, todo él, simbólico. O, mejor, para no caer en dogmatismo, admite una lectura simbólica, digamos.

… Eso me lleva a sospechar que también debe haber momentos del cielo, ya no manantiales de aflicción, sino de serenidad, de sabia quietud, de suave sonreír rosa-rojo al amanecer, o, en general, de otros estados de ánimo. O sea que, según esto, los estados del sentimiento provienen es del universo, sin que uno tenga nada qué hacer ante eso. Salvo aprender, disfrutar.. percibiéndolos. ¿Sabe usted?, la mejor manera que he encontrado de comunicarme con la naturaleza es no tratando de hablar con ella, sino dejando que ella sea la que me hable. Así, me quedo quietecito, sin cotorreo interior, hasta que, en el momento menos pensado, se me ponen la cabeza y el cuerpo grandes, inmensos, espesos, como si estuviera en otra parte, y entonces veo que mi interlocutor (un palo de mango, una planta de milhojas o de tomate –me ha ocurrido) se mueve él solo ladeándose de un lado para otro y me agarra del plexo solar y me dice en su lengua un estado de ánimo del cual no tenía ni idea. Al soltarme, me siento agradecido, regresado a mí de un viaje cósmico, ni viejo ni nuevo, de edad intemporal, ucrónica, utópica. Usted me disculpa, pero me era inevitable el empleo de esas palabrotas. 

“Los curanderos saben de lo que estoy hablando. Tecuennamué, por ejemplo, se puso a danzar delante de unas plantas en el sardinel de su bohío, en selva del Vaupés, apenas púber, a cargo entonces del apenas conocido y casi cadáver del indio don Jesús Martínez, mi maestro, durante largas horas, hasta que, súbitamente se detuvo y echó a correr selva adentro, para traer las yerbas iluminadas durante la danza. Con ellas, lo curó. Desde entonces, nació mi admiración por esta bella india, maga de nacimiento, o sacerdotisa, como les dicen en la tribu. Todos los adivinos son elegidos por las revelaciones. Y también todos los sabios y artistas “deadeveras”, como dicen en mi otra patria chica, Boyacá.

Mi báculo, santo y seña, palabra de paso, mi mantram, es que en el seno de nuestro ser, todo es EN uno, no DE uno.”.

Ahora me ha dicho que ya está apunto de dejar de hablar y que, “NO OBSTANTE, definitivamente, uno nunca sabe. Me jactaba creyéndome sentimental, propenso a la melancolía, y resulta que, por designios de mi propio ser, este se fue encargando de redimirme ese ánimo frágil, hasta lograr poner esa criatura en un lugar debidamente protegido de todo ataque de abatimiento afectivo. Esto lo había observado ya en una ocasión anterior, pero lo dejé así en zona de misterio, sin adelantarle ninguna averiguación eficaz.

Aquella vez fue en Montería. Me encontraba en una de mis sesiones en el Seminario de Estética con mis alumnos de postgrado. Se trataba ya de la exposición de trabajos. Uno de estos, el que curiosamente –la verdad sea dicha- me suscitara menos interés, era una escena de títeres en plena acción en una corraleja, poniendo banderillas, guapirriando, mantiando (vulgo manteando), con toros y caballos piqueteros que miraban a los palcos buscando la cara sonriente de la amada, de la esposa, de la quería.

Siempre he sentido infinito pesar por los toros y los caballos de las corralejas, y por todo maltrato a los animales y a los seres humanos; y esta vez, por supuesto que también. Sin embargo, aquellos guapirreos y el andar garboso y patuleco de las figuritas parlanchinas me absorbió, y creo que hasta mi alma (o lo que fuere) se me fue de cuerpo entero más allá del espacio, del momento, del tiempo, sin dejar de estar en el espléndido y diminuto escenario.

Estando en esas, y sin poder precisar el momento ni el cómo ni el porqué (como ahora se anda diciendo), sentí presión en los ojos y en las mejillas, y, al punto, a mi lado, sin ton ni son y sin haberla invitado nadie a estarse ahí, Idalid, una alumna, fina señora morena, 23 años, garbosa, elegante, desenvuelta y, por supuesto, definitivamente hermosa, se me acercó a la cara, ve seguramente mis lagrimotas que yo no había notado por estar riendo y aplaudiendo las faenas, y, con su desparpajo natural, pone una mano sobre mi hombro y me dice, a modo de un diagnóstico inapelable: 

-Yo sí sé por qué está llorando.

En una actitud típica de mi timidez, sin ningún esfuerzo no la miré, sino mentalmente, pero sin distraerme del escenario pitituyo que los alumnos habían montado en un recodo del salón. No la miré ni me llevé la mano a la cara para limpiarme las lágrimas, ni tampoco se me dio por agachar la cabeza, en típica (bis) actitud –insisto- del modo de ser de mi timidez. 

¿Conque llorando, me fui diciendo camino del almuerzo. Pero por qué me ocurre eso y sin mi consentimiento. De habérseme pedido permiso no lo habría autorizado estaba en público en medio de risas del salón cómo así y por qué? 

Al almuerzo, ella me está mirando, de frente, como corresponde a su altivez, pero no le doy gusto de preguntarle ¿por qué cree usted que resulté llorando? Creo que ella esperaba también que no se lo preguntara y creo también que ella sabía que ambos teníamos el privilegio de saberlo, aunque nunca hubiéramos vivido más de dos días juntos, cada vez que me corespodía venir desde Bogotá al Seminario.

A mí me ha gustado toda la vida indagar en las circunstancias que se ofrecen mediante indicios, en misterios; de esas que uno no sabe de dónde ni cómo se dan, o que, sabiéndolas, no sabemos cómo comunicarlas. Así que le di y le di durante días con sus noches, semanas, meses, pero nada. Apenas atestiguo que alguien, alguna edad de mí, el testigo (ya lo dije), mi ser alterno, uno entre tantos, sintió pesadumbre sin cuento y tomó a su cargo la decisión de llorar con aquellas dos buenas lágrimas, pues no creo que fueran más. ¿Dónde y cuándo me di a la tarea de fabricarme y proteger a) ese bien escondido baúl de tristeza, y b) mediante qué medios se despachó su albedrío para actuar sin tener en cuenta mi voluntad? Y, lo que es peor, como se diría en El Chapulín Colorado, ahora a quién se lo pregunto o quién podría responderme.

Sin embargo, allá muy recónditamente creo adivinarlo, pero lo mantengo ahí, sabiéndolo sin decirlo, porque he venido aprendiendo que los misterios que se nos revelan son ciertos mientras uno los mantenga en secreto, que es el escenario natural en que ellos viven.

Antes de volver a lo de ayer en la tarde, debo dejar dicho que, según me parece, a la hora de la verdad, el que menos sabe de uno es uno, sino que, por supuesto, alguien y, si se quiere, más de uno, vive en uno, tomando nota, acompañándonos silenciosamente, moviendo sus hilos, organizando el camino y los pasos que uno se jacta en creer que están siendo movidos por uno. Es lo que se me ocurre, a menos que en mí -y no de afuera- se me dé una explicación más fidedigna. 

Me atreví a lanzar esta idea debido a que estas palabras no tienen la pretensión de cuento o de relato, caso en el cual decir la moraleja es lo menos procedente que uno pudiera hacer entonces. Sino dejarle al lector que él se mate por su cuenta, a ver a dónde va a dar, tal vez a conclusiones diferentes.”.

… -PUES RESULTA QUE ayer sí quise llorar, pero en serio, con todas las de la ley, es decir, con fundamento, como ya dejé dicho; y puse todo de mi parte para que sucediera, pero qué va. Tal vez a esta edad uno mira y mira, y sigue mirando sin mirar, pero no llora. Las ganas siguen vivas, pero quizá los ojos ya están cansados de haber estado contemplando diariamente la desesperanza, por decirlo de alguna manera.
  
He visto perritos así –honor que me hace el símil-, que ya andan resignados al andar, sin ton ni son, sabidos de que solo les queda el andar y echarse de pronto en cualquier rincón de un alero, del dintel de alguna casa donde no lo espanten a patadas.

Lo cierto es que cuando me aprieta la mirada en diagonal, tipo perritos de la calle, escribir me hace bien. Dejo que las palabras lo digan mejor que yo, que me echen el cuento, que me saquen a la luz para que ese yo mío alcance a tomar el sol y pueda contemplar, despacio, el entorno.

No creo que haya más qué decir.”.

Otto Ricardo-Torres
Casa Esenia, abri 15, 28 del 2014.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Impecable y hermoso texto

Anónimo dijo...

hermoso e impecable texto