Bienvenidos: Revista La Urraka Internacional


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Mujeres trabajando
Autor: Yemba Bissyende
Técnica: Batik
Medidas: 40 cm x 1m 30 cm

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miércoles, 20 de noviembre de 2013

Urrakacuento


Después de la tarde

A las diez de la mañana empezaron a llegar a la plaza los primeros camiones con toros. Marcos, algo huesudo y rapado, los observaba desde su ventana sin mayor interés. Ya había decidido el suicidio y aguardaba quedarse solo para llevarlo a cabo. Su madre, como siempre, saldría en cualquier momento a la tienda por la vitualla del almuerzo. Pero no ocurrió así. Por el contrario, la casa se llenó de parientes de la ciudad en forma repentina —atraídos por la fiesta de corraleja— que le estropearon el ánimo.

Hacía un sol violento. Pero los transeúntes parecían no darle importancia puesto que ninguno iba por la sombra que ofrecía el alar de las viviendas ni  se les veía usar alguna de las manos a modo de visera para cubrir la vista del tremendo resplandor, como correspondería. Los hombres que llevaban sombrero corrían con él en la mano y las mujeres que portaban sombrillas las mantenían cerradas. A Marcos todo aquel cuadro le pareció pintoresco e inverosímil pero no se distrajo con eso, debido a que su mente estaba ocupada en hallar otra forma de cumplir su propósito siniestro.

Tan pronto se hicieron las doce y treinta, Nélida, su madre, le llamó que pasara a almorzar. Él halló tanto cariño en su voz al oírla y en su trato gentil mientras le ponía la mesa, que pensó por un momento en desistir de la idea de matarse. Pero se mantuvo firme en su decisión, tal como se mantienen los pilares de un muelle bien hecho asediado por las olas. Después de comer, con un apetito de colibrí, fue hasta el patio y se detuvo bajo el viejo tamarindo que hay al fondo, junto a la cerca de caña de lata. Lo escudriñó con la mirada, como quien detalla una pintura abstracta. El árbol lucía esquelético y repleto de su fruto. Mas no le llamó la atención tanta bondad de la naturaleza como en otros tiempos.

Allí mismo, precisamente, esta mañana, la muerte había surgido para él como la única opción de escapar de las pesadillas terribles que heredara de la guerra sucia a la que fue a parar, debido a la pobreza maldita que estaba a punto de estrangularlo. Y de la permanente recordación de las súplicas desesperadas de los hombres y mujeres inermes de las veredas y arrabales que mutilara por orden de sus siniestros e ignotos comandantes. Lo que lo había llevado a la terrible conclusión de que su arrepentimiento sincero y total disposición de rectificar el rumbo de su vida, no eran suficientes para dormir tranquilo.

Aparte de que no halla más que decir a su madre respecto de sus continuos y cada vez más horripilantes alaridos que emite cada noche por la misma causa; ni encuentra ya como justificarle que prefiera dormir en el piso y no en la cama de donde se ha lanzado contra el closet —creyendo que se zambulle a un río de aguas amarillentas y de corriente arrebatada— cada vez que sueña que huye de la venganza de sus múltiples víctimas. Eso sin mencionar que cada día le escasean más las fuerzas para lidiar con su confundida conciencia, que no descansa de hacerlo sentir mal por lo que hizo y lo que hace actualmente. Lo que lo ha llevado a creer que la tranquilidad es imposible de restaurar donde ha habitado el desenfreno.

Como le ha sido imposible entablar unas relaciones humanas sinceras, constantes, que sean genuinas, cordiales, a causa de su patibulario currículo, anda solo por ahí a merced del aburrimiento, pensando en lo que no debe pensar, y alimentando la creencia de que la gente como él está condenada a vivir sin aprecio debido a sus faltas. Como si contarle la verdad a la sociedad no hubiera servido para nada. Y la dignidad fuera imposible de recuperar luego de perderla.
—El camino de la enmienda no es fácil —le ha dicho su madre en diversas ocasiones con el bien intencionado propósito de alentarlo a seguir adelante cuando lo ha visto desanimado.
A poco escuchó que ella, justamente, lo volvía a llamar. Esta vez para invitarlo a salir con todos los parientes hacia la corraleja, pero él se negó en forma comedida alegando que no tenía ganas de fiestear. Pero su madre no se quedó con su negativa. Desde el borde del patio hasta donde vino, le rogó, entonces:
—No te quedes solo, hijo. La soledad no es buena compañera. Vamos, acompáñanos.

Y él accedió ya que el ruego de su madre siempre lograba desenterrar la nobleza que en la guerra tuvo que olvidar. Pero le pidió que no lo esperaran, que mejor se fueran delante. Ella se desilusionó. Y la invadió la misma angustia terrible que le sobreviene cada que Marcos se niega a su compañía o a la de la familia. Por eso al tomar la calle se mantuvo en la retaguardia del grupo de parientes mirando hacia atrás a cada rato, hasta que por fin lo vio salir de la casa, poniéndose otra camisa, al cabo de unos cuatro o cinco minutos. Entonces corrió a integrarse al jolgorio de los visitantes.

En el palco, Marcos se asentó solo junto al pasillo. Mientras que su madre lo hizo en la ringlera de atrás, cerca de sus acompañantes. El primero de la tarde saltó al coso después del pasodoble español que interpretó la banda de viento. Y una samotana fragosa estremeció el recinto como en épocas del Coliseo Romano. Las picas cayeron sobre el morrillo del asustado animal con todo el poder humano que blandían los jinetes de las cabalgaduras apelotonadas detrás de él, que lo hostigaron hasta obligarlo a dar la vuelta completa al ruedo. A Marcos se le erizó la piel y por primera vez en muchos meses volvió a sentir el frescor de la alegría pura.

La estela de vapor blanquecina que iba dejando un avión en el firmamento pasó desadvertida para todos los espectadores que observaban la faena con el éxtasis de verdaderos fanáticos. Más tarde, una miríada de golondrinas sobrevoló la plaza rumbo hacia la torre de la iglesia, y esta vez también el embeleso por el desigual y ancestral desafío del hombre a la bestia que se daba en la arena fue superior a aquel vistoso detalle de la naturaleza. Nadie se quería perder el impredecible y emocionante momento en que la muerte se abalanza contra la vida, igual que un ladrón sobre la puerta de la oportunidad.

Al mediar la tarde, sorpresivamente, Marcos determinó bajar del palco y sumarse al gentío en tierra. Apenas estuvo en medio del rupestre cercado, decidió unirse a los pelotones de azuzamiento que se forman de manera espontánea para provocar la agresividad del cornúpeto de turno. Al poco tiempo, un toro atigrado le quiso cobrar su intrepidez de pasarle caminando junto a sus narices, haciéndole muecas de toda índole, pero gracias a la agilidad de antropoide que ostenta logró correr más que el animal y agarrarse al barandal más alto —que le permitió su estatura de palmera— para ponerse totalmente a salvo.

Más adelante, fue levantado por los pitones de un toro negro, cuya corpulencia era igual a la de un mastodonte, del sitio adonde fue a caer en forma estrepitosa tras chocar con otro tipo del grupo en el que se encontraba cuando huían de éste luego de obtener su atención. Y permaneció sobre aquellos cuernos mortales sin poder zafarse hasta que los vaqueros lograron amarrar al vacuno por las patas y tumbarlo. Por varios segundos Marcos permaneció en el piso bocabajo y sin moverse después de la aparatosa caída, dando la impresión de estar muerto. Pero, por fortuna, y ante el asombro de todos, cuando la cuadrilla de finqueros tuvo controlado al toro para llevarlo al corral, Marcos se paró, se sacudió, y siguió en las mismas. Al final de la tarde terminó siendo quien más corrió, sudó, azuzó, vitoreó, y demostró verdadera osadía.

Y no se marchó del ruedo hasta cuando estuvo completamente vacío. La imponencia de la basta estructura de madera construida para la ocasión le causó la más honda admiración y se sintió insignificante dentro de aquella enorme jaula destinada para la diversión humana. Al volver a la calle, un delicioso olor a carne asada, que provenía de los restaurantes de carpas multicolores y manteles rojos apostados en la acera, adonde ya estaban sentados los primeros comensales, se le coló hasta las tripas y de contera rugieron de hambre. Luego se detuvo en la cantina de Fermín, en donde ya se congregaba un gran número de curiosos hechizados por la desproporción del tamaño del aparato de sonido que había anclado en la puerta. Permaneció frente al gigante sonoro bailando las “champetas” de moda, hasta que no aguantó más la potencia de sus altos decibeles en los oídos y en el estómago.

Tan pronto estuvo de vuelta en casa, se sentó a la derecha de su madre en la puerta de la calle. Escuchó con atención todo lo que a su parentela se le ocurrió comentar respecto del espectáculo impensado que ofreció dentro del escenario taurino, en especial sobre el momento en que el toro lo hizo volar por el aire, y el rato en que pareció estar muerto, que trataron con cierto desparpajo con tal de sacarle una sonrisa siquiera pues hasta entonces nada le había hecho cambiar la tremenda seriedad que expresaba su rostro. Pero fracasaron en su empeño.

Pasadas las siete de la noche, súbitamente, se levantó del taburete, en silencio, y cogió directo hacia el patio. La luna encendida derramaba una lumbre tan clara que no parecía de noche. No había nubes ni estrellas a esa hora, como si una escoba grande hubiera barrido el suelo celestial. Todos en la familia quedaron extrañados de que los abandonara de esa manera. Su madre tampoco halló justificación a su actitud pero no vio motivos para preocuparse ya que permanecía dentro la casa.

Al cabo de unos diez o quince minutos, más o menos, ella fue la primera en intranquilizarse pues calculó que ya había pasado mucho tiempo allá. Rosa María, una de sus sobrinas, la que desde su llegada había puesto más empeño en agradar a Marcos, se ofreció a ir hasta el patio a averiguar. Y al poco rato se escuchó su agudo alarido. Nélida, fue la primera en salir disparada del taburete. Al llegar, sus ojos mansos no dieron crédito a lo que vieron. Marcos se había ahorcado con una de las cuerdas que ella usa para asolear la ropa de los dos, que pendía de una rama del árbol de tamarindo. Tenía el rostro horriblemente decolorado y los ojos privados de expresión pero aún en sus orbitas. La lengua asomaba su punta con timidez por la boca entreabierta.

Temblorosa, como queda la cuerda del arco después de salir la saeta, y con la sangre corriéndole atropelladamente por toda su humanidad, Nélida se sumó a ayudar a bajarlo tan pronto sus allegados determinaron hacerlo. Y al tenerlo cerca, se arrojó sobre él y empapó su ropa nueva con su llanto y la de ella con su fría temperatura corporal.

Los vecinos de la cuadra, por su lado, no dieron ninguna señal de consternación cuando se enteraron del suceso. Por el contrario, consideraron que por fin se había hecho justicia. A lo que Nélida espetó:
—Sí, descansó.

Escritor y periodista Nadim Marmolejo Sevilla (Colombia)

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